Enrique de Inglaterra y Meghan Markle, la piedra en el zapato de Carlos III en su coronación
En la ceremonia del sábado las miradas estarán puestas en el hijo pequeño del rey de Inglaterra, que acudirá a Londres desde California sin su esposa. Compartirán el mismo escenario por primera vez desde septiembre, en el entierro de Isabel II
El huracán Sussex había pasado. Tras una Navidad convulsa —diciembre, con el estreno del documental de Enrique y Meghan en Netflix; enero, con la publicación del libro de memorias del príncipe—, la relación entre Carlos de Inglaterra y su hijo pequeño se había enfriado, distanciado, casi roto. Acusaciones, cartas, entrevistas. Se acabó. La ruptura, nada limpia, tenía trazas de ser definitiva. Pero algo se había cruzado en la ruta perfectamente trazada por Enrique y Meghan Markle, por sus representantes y publicistas, en su camino a la redención mediática tras abandonar la familia real británica. La muerte de Isabel II en septiembre de 2022 convirtió a Carlos en rey y cabeza de la familia, lo que hizo que la dinámica entre ambos, ya sin la abuela presente, cambiara. El funeral de Estado fue la última vez que se vieron. Pero faltaba algo: la coronación. El 6 de mayo pasaba a ser una fecha marcada en rojo en las agendas de los británicos y, por supuesto, de los Windsor. Pero entonces todos ellos giraron la cabeza 180 grados y miraron a un pequeño rincón de Montecito (California), al epicentro de ese huracán. ¿Qué iba a pasar con los duques de Sussex?
Desde que se anunció la fecha de la coronación, las apuestas estaban en si el díscolo matrimonio sería invitado y, tras serlo, si acudiría. Cuando él confirmó su presencia, pero sin ella ni sus dos hijos, a mediados de abril, las voces no se acallaron. El morbo manda y Enrique es el centro del mismo, ganando por muchas brazas a los otros 2.000 invitados convocados a la abadía de Westminster. Voluntaria o involuntariamente, él ha pasado a estar entre los protagonistas, casi por encima de familias reales del mundo entero y una tradición histórica y sagrada que, solo en el Reino Unido, verán más de 25 millones de personas.
Nadie sabe qué pasa por la cabeza de Carlos. Los reyes no hablan, solo sonríen (casi siempre). Pero parece obvio que, después de siete décadas esperando este momento, su momento, tener ese nubarrón rondando tanto la institución como sus pensamientos no debe ser especialmente agradable. Más cuando los duques parecen estar haciéndose notar en la coronación, donde su papel debía mantenerse discreto y al margen; quizá también porque los tabloides británicos publican, día sí y día también, noticias sobre ellos, sabiendo que son un anzuelo para el público británico, ansioso de bronca y jarana entre tanta pompa y boatos entronizadores.
Pero los Sussex siempre están ahí. Estuvieron cuando anunciaron, con 10 días de retraso respecto a la fecha límite, que acudirían a la coronación, pero solo Enrique. Estuvieron cuando, ni dos semanas después, se filtraron unas supuestas cartas de Meghan Markle a su real suegro hablando de su preocupación por los prejuicios racistas inconscientes de la familia real británica. Y estuvieron cuando, pocas horas después, ella misma envió un comunicado pidiendo un poco de calma: “Alentamos a los medios de comunicación sensacionalistas y varios corresponsales reales a detener el circo agotador que solo ellos están creando”. Y siguen estando con constantes filtraciones de sus acólitos, que cada pocas horas alimentan precisamente ese circo sensacionalista, explicando que el príncipe acudirá lo preciso a la abadía, a rendir honores a papá un par de horas y salir pitando de vuelta a California en el primer avión, aseguran, comercial.
Enrique de Inglaterra y Meghan Markle se han convertido en un quebradero de cabeza para Carlos, para Guillermo como heredero y para la institución monárquica en general. No son un antiguo y delicado jarrón olvidado en una esquina. No son Eduardo y Wallis Simpson, desterrados al silencio en la París de posguerra. Son dos personas de su tiempo, inteligentes, asesorados, ansiosos por contar, o por repetir, su historia o, lo que es lo mismo, por ganar la batalla del relato. Quieren y necesitan ganar dinero para mantener un estilo de vida acomodado, cercano a las realezas de Europa y de Hollywood por las que transitan. Libros, documentales, podcasts y entrevistas ya les han permitido dar su versión y situarse en el espacio mediático en el que pretendían estar.
Tras verter críticas de todo tipo contra la familia real británica, muchos consideran el hecho de que sea Enrique el único que acuda a la coronación, y que lo haga de forma exprés, lo más coherente. No se esperan gestos de cariño entre los hermanos, con una relación prácticamente rota desde hace tres años. Tampoco, a causa de la aligeración de la liturgia de la coronación y por haber sido despojado de buena parte de sus títulos, tendrá Enrique que rendir homenaje a su padre. Será una visita entre la cortesía, el deber, la necesidad de estar presente y eso que tan certeramente en la jerga en inglés se denomina FOMO, Fear of Missing Out (Something), miedo a perderse algo. Su presencia será, sobre todo, un punto y aparte. Se acabaron los fastos para los Windsor. Tras el Jubileo de Platino de Isabel II, su muerte y exequias, la proclamación de Carlos y, ahora, la coronación, Westminster apagará las luces hasta nueva orden. Nadie espera a los Sussex en Londres durante un tiempo, que puede llegar a contarse en años. Sin que juntarse sea ya una obligación, queda por ver qué les separa y qué les une, si es que hay algo, con los Windsor. Por el momento, les separan los 8.800 kilómetros de distancia entre el palacio de Buckingham y Montecito. Suficientes para que ambas partes respiren tranquilas.
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