Mercedes Carbonell, la excéntrica vida de una artista que empezó cuidando ancianos en Londres y se hizo íntima de las familias Guinness y Freud
“No necesito que un crítico de arte me diga si lo que hago es bueno o no”, afirma la hermana de Pablo Carbonell y prima de Aitana Sánchez-Gijón, que ahora trabaja en un retrato de Mario Conde
La guerra interna que Mercedes Carbonell (Cádiz, 59 años) dice mantener con el desasosiego que le supone exponer sus obras llegó a su plenitud el pasado diciembre. Su última muestra en Londres, en el local de Shreeji en el número 6 de Chiltern Street junto a Wilfrid Wood y otros artistas, fue un éxito a pesar de sus reticencias iniciales: “Soy muy exigente con mi trabajo y no necesito que un crítico de arte me diga si lo que hago es bueno o no”. Ella es una de esas personas que cuando entra en una habitación uno piensa que es alguien famoso. Al flanquear la puerta del restaurante londinense, su columna se yergue en un acto reflejo, como el plumaje de las aves del paraíso de Nueva Guinea antes de iniciar el cortejo. Avanza enérgica y conoce por su nombre a todos los camareros, que la abrazan efusivamente. Ondula su melena con coquetería mientras riñe a su amiga porque su zapato está rozando el tapizado del sofá. Es un espíritu absolutamente disperso, que aletea sobre las cabezas, los pensamientos de los demás y sonríe al aire, a todos y nadie en concreto. Si te despistas, ya te ha dibujado.
Mercedes Carbonell Sánchez-Gijón es una pintora nacida en Cádiz el 7 de septiembre de 1963 en el seno de una reconocida saga de artistas: la de los Carbonell Sánchez-Gijón. Hermana de Pablo y de Nuria, y tía de Mafalda, creció en una familia de cinco hermanos cuya infancia define como “muy feliz”. De su casa recuerda la larguísima terraza, desde la que veía la bahía de Cádiz en una esquina y el Atlántico por la otra. Y un Levante que aturdía la mente: “Hacía viento, mucho viento, ese que nos ha dado a mi hermano y a mí en la cabeza y que nos ha insuflado cierta locura, también mucha creatividad y empuje para no tenerle miedo a nada. Pablo y yo nos queremos mucho”, explica Carbonell a EL PAÍS. Por si fuera poco, la gaditana es prima hermana de Aitana Sánchez-Gijón, aunque se veían poco cuando eran niñas: “La venero y la admiro. Ella vivía en Madrid y yo en Cádiz, pero la recuerdo vestida siempre con un atuendo que no era ni medio normal por aquella época, pues mientras nosotras íbamos con ropa que nos hacían las madres en casa, Aitana iba hecha un pincel con lo que le compraba su madre en Italia”.
A sus 13 años el patriarca de los Carbonell fue trasladado a Huelva y para los hermanos supuso un cambio muy grande: “Pero a Pablo le vino fenomenal. Gracias a esto conoció a [el fallecido humorista] Pedro Reyes y se salió un poco del rollo conservador —mi padre era del Opus Dei— que llevábamos en nuestra ciudad natal. A mi hermana Nuria también le vino muy bien. Hace unos años que nos dejó, pero le debo gran parte de mi creatividad, ya que era una niña con una inteligencia especial que me obligaba a tener que adaptar los juegos para que ella pudiese unirse a nosotros”. Nuria salió en una de las películas de la saga Torrente y padecía el síndrome de Prader-Willi.
Tras una depresión, Mercedes Carbonell fue incapaz de enfrentarse al lienzo y decidió marcharse a Londres a cuidar ancianos. La despidieron el primer día. “Empecé a trabajar, una señora se me cayó al suelo y como estoy hecha un toro la levanté con más ímpetu del que debía y casi nos quedamos sin la buena mujer, así que me echaron”, recuerda. Fue lo mejor que le pudo pasar. A los dos días entró como limpiadora en casa de la familia Guinness —propietaria de la conocida marca de cervezas— para hacer una suplencia de dos semanas. En poco más de 48 horas ya se había hecho íntima de Thomasin Margaret Guinness que, ociosa, comenzó a ayudarla en sus tareas solo para disfrutar de las historias de la gaditana. La cocinera de la casa se puso celosa y un día le preguntó a Thomasin que cómo era posible que tras una semana Mercedes ya estuviese tomando el té con la familia en las salas principales y con ella, que llevaba allí 12 años, no hubiese compartido ni agua. “Es que Mercedes no sé qué tiene, se me olvida siempre que no es una invitada”, le replicó. Carbonell sigue frecuentando esa casa: “Me encanta quedarme a dormir y despertarme entre cuadros de Renoir”.
Limpiar la ayudaba a no pensar, así que siguió dedicándose a ello y acabó sirviendo en la casa del cónsul de Maldivas, cuya mujer era una melómana consumada. Un día, Carbonell estaba escuchando a David Byrne mientras adecentaba las habitaciones; lo conocía personalmente por mediación de su hermano Pablo. La mujer del cónsul irrumpió entonces en la estancia solo para comentarle que era uno de sus cantantes favoritos. ”Yo le conozco y voy a ir a una fiesta en su casa. Venga conmigo, se lo presento”, le contestó Mercedes. “La mujer descolocadísima, claro, imagínatela contándole a las amigas que se va a una fiesta a casa del líder de Talking Heads porque su limpiadora se lo va a presentar. De locos”, recuerda. Gracias a ese favor, ella le encargó el retrato de sus tres hijos y la animó a que dejara de limpiar, alquilara un estudio y retomara los pinceles.
Mercedes no es de este mundo. Podría reunir, como la Bella Otero, en su misma mesa a príncipes, artistas y amantes, mientras chismorrea alegremente con el cocinero. Su vida es un cúmulo de catastróficas desdichas, una alegoría a los seis grados de separación que tanto anhelan el resto de los mortales. Gracias a Juanito Asencio (relaciones públicas del exclusivo club privado londinense Chiltern Firehouse) conoció a Matthew Freud (tataranieto de Sigmund, sobrino de Lucian y primo de Bella), que por aquel entonces estaba saliendo con Elisabeth Murdoch, hija del magnate de medios Rupert Murdoch. Fue tal la conexión que la invitaron a su boda y, con el tiempo, le encargaron unos bordados en oro con las caras de sus hijos para coser en una chaqueta. “Todo muy surrealista”, reconoce la pintora.
Su conexión con la saga Freud-Murdoch no acaba aquí. Mercedes se pasaba las noches bocetando en el Chiltern Firehouse. Una de sus clientas más asiduas del local era la hija de Matthew y Elisabeth, que por aquel tenía 17 años. “No paraba de bailar desde que entraba por la puerta y poseía el cuerpo más sensual que jamás había visto”, comenta. Apasionada del retrato del desnudo femenino, habló con ella para que fuera a su casa para hacerle unas fotos y luego poder pintarla. “Todo muy fácil, pero yo no sabía la edad que tenía. El día que iba a venir a mi casa, justo antes, llegó Juanito Asencio y cuando le digo que va a venir la retoña de los Freud-Murdoch se puso como un loco y me empieza a gritar que si estoy loca, que cómo se me ocurre hacerle fotos desnuda a una menor de edad, nieta de Rupert Murdoch. Yo, con el Brexit y todo, como poco me veía metida en un jaleo gigantesco, expulsada de país y desterrada para los restos. Encima había estado saliendo con Paul Freud, un tío suyo, que me decía que no me preocupase, que él se casaba conmigo como los Murdoch se me pusiesen muy belicosos. ¡Lo que me faltaba ya, casarme! Así que cogí a la niña, le hice las fotos con ropa y fin de la historia, pero yo a esa niña tenía que retratarla”.
Otro capítulo de su vida es precisamente los meses que estuvo saliendo con Paul, el hijo de Lucian Freud, considerado como uno de los artistas figurativos más importantes del arte contemporáneo. Un día, cuando ella terminó un retrato en el que estaba trabajando, Paul le espetó: ”A mi padre esto le hubiese llevado hasta dos años”. ”Hombre, es que tu padre al principio no les coge el parecido. Él empieza a poner pintura, pintura y más pintura hasta que le acaba saliendo. Por eso sus cuadros tienen tantas capas, porque tu padre no tenía empatía con nadie y para ser un buen retratista tienes que tener mucha empatía para llevarte al retratado hasta tu mundo. Dime tú el retrato que le hizo a la reina. ¿En qué momento se parece esa mujer a la reina? ¡Ese retrato es tu padre! Es él todo el rato. Se pintaba siempre a él, a sus miedos y a sus angustias. Era un gran pintor, pero jamás fue un buen retratista”, recuerda tal cual la artista que le dijo al hijo de Freud. Sin anestesia. Huelga decir que Paul decidió romper su relación tras esa conversación.
Mientras habla, Mercedes Carbonell deambula enérgicamente por su estudio, donde prosigue la conversación. Juguetea con un pincel y cuando ya lo ha mareado bastante lo vuelve a meter con un golpe seco en el vaso. Su pasión ha sido siempre la de retratar. La de retratar y la de ser una persona incoherente. La incoherencia es extraordinaria y ella es buen ejemplo de ello: “Hace muchos años que dejé de exponer. No me gusta exponer, me crea mucho estrés y ansiedad. Además, tampoco necesito cerrar etapas y una exposición no creo que deba dictarme tal cosa. Eso lo manejo yo”. Ella sigue a lo suyo. ¿Lo último? Retratar a Mario Conde. Un encargo que le hace muchísima ilusión, pues quiere volver a abrirse mercado en esa España que abandonó hace ya casi 10 años.
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