La discreta vida de Alejandra Martos, la hija más desconocida de Raphael, restauradora en el Thyssen
Empezó a interesarse por el arte el día que sus padres enviaron a reparar parte de su colección de iconos rusos, creada a raíz de la enorme acogida del cantante en la Unión Soviética
La profesión de Raphael consiste en vivir de cara al público y bajo los focos, pero la de su hija resulta tan silenciosa como anónima. “Trabajamos con lupas de aumento y mucha concentración. A veces tienes la sensación de estar metida dentro de la obra”, explica Alejandra Martos (Madrid, 47 años) en uno de los despachos del Museo Thyssen-Bornemisza, el lugar donde trabaja como restauradora de pintura desde 2004. Hace unas semanas, justo cuando Carmen Thyssen cerraba definitivamente el acuerdo con el Ministerio de Cultura para que su colección permanezca en España al menos otros 15 años, a Alejandra Martos se le notaba una alegría especial. “Ayer fue el primer día que se abrió la galería al público. Bajamos un momento a ver la puerta abierta, la gente entraba y salía y pensé: ‘Qué guay”.
El Thyssen fue siempre uno de sus museos favoritos: “Cuando venían amigos de fuera los traía aquí. Su tamaño es manejable y tiene una selección muy potente. Es como dar un paseo por la historia del arte”. Aunque se ve incapaz de elegir su obra favorita, se decanta por Joven caballero en un paisaje, del pintor veneciano Vittore Carpaccio (1465-1520). “Es la última que he restaurado y le tengo un cariño especial. Estuve trabajando en ella casi dos años”, asegura mientras me habla de un proceso tan técnico, científico, químico y minucioso como un capítulo de la serie de forenses CSI.
Martos empezó a interesarse por esta profesión el día que sus padres enviaron a restaurar parte de su colección de iconos rusos —creada a raíz de la enorme acogida de Raphael en la Unión Soviética a finales de los sesenta, y que incluso disparó el estudio del español en ese país—. “Los iconos volvieron resplandecientes y acompañados de un minucioso informe. Me pareció alucinante”, recuerda Alejandra, a quien siempre se le había dado bien pintar y dibujar. Por entonces ya había descartado dedicarse a su gran pasión, la danza clásica, que practicó de los ocho a los 17 años.
A diferencia de sus hermanos Jacobo y Manuel Martos, que “daban un poco más de guerra”, Alejandra siempre fue una niña obediente y responsable que tuvo hora de llegada hasta que se casó con su marido (hoy exmarido) Álvaro de Arenzana, con 26 años. Juntos tuvieron dos hijos, Manuela, de 18 años, y Carlos, de 16.
A pesar de su necesidad por parecer una más, su vida no ha sido precisamente convencional. Su padre es uno de los artistas más conocidos de España y su madre, la periodista Natalia Figueroa, es hija del que fuera marqués de Santo Floro, nieta del conde de Romanones y bisnieta del jurista y político Manuel Alonso Martínez. Además, y como es lógico, se ha codeado con muchas de las personalidades de España (y del extranjero) —”amigos de la casa”, como ella los llama—. Su boda, por ejemplo, reunió a dos universos tan dispares como atractivos: el político —con José María Aznar y José Bono—, y el artístico con amigas íntimas “de la casa” como las artistas Rocío Jurado o Lina Morgan.
Sin embargo, de su boca no salen nombres de celebridades. Alejandra es de una discreción inquebrantable: “Yo hablo de mí”. Bien, hablemos de ella. “En mi familia no ha habido derroches. Eran estrictos, pero sin grandes broncas. Mi padre con una mirada lo dice todo”, explica. Durante muchos años “esa mirada” andaba lejos del cuartel general, el chalet familiar en la exclusiva urbanización madrileña de Montepríncipe donde Natalia Figueroa criaba a sus tres hijos mientras su marido recorría el planeta cantando.
Alejandra nunca tuvo la sensación de tener un padre ausente, pese a la distancia: “Se comunicaba con nosotros vía fax, y estaba al corriente de todo lo que pasaba en casa”. Y en casa pasaba de todo. Hasta un atraco en 1979 en el que cuatro enmascarados con pistolas sacaron a Natalia Figueroa de la cama y la tuvieron diez horas recorriendo Madrid en coche, en el secuestro exprés más rocambolesco que se recuerda: “Eso fue tremendo”.
Con 12 años se mudó con su familia a Miami para estar más cerca de su padre. Allí compraron una mansión en a la orilla del mar que perteneció al presidente Richard Nixon y que llamaron The winter White House (“la Casa Blanca de invierno”), con sus iniciales gigantes, grabadas en la puerta: “R de Raphael y N de Natalia”, le gustaba bromear al cantante. “Tenía un jardín precioso con unas vistas increíbles del skyline de la ciudad”, recuerda su hija.
En abril de 2003 operaron a su padre a vida o muerte para trasplantarle el hígado, dañado tras años de giras mitigando la soledad con alcohol. “Mis padres son más de cenas que de fiestas, pero el primer cumpleaños después del trasplante, en el que además celebró los 60, fue un fiestón”, cuenta. También recuerda su paso en 2014 por el festival Sonorama, donde fue cabeza de cartel ante una joven masa apasionada que coreaba obstinada su nombre ante la perplejidad del cantante. Inquieto por entender la pasión de ese público tan joven hacia alguien de otra generación, le preguntó a su hijo Manuel desconcertado: “¿Oye, qué es ser indie?”. Y tras escuchar su explicación ―”ser independiente y hacer lo que quieres”―, lo miró empoderado y le dijo: “Vamos, lo que he hecho yo toda la vida”.
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