Nos volveremos a encontrar
Sylvia Polakov, fotógrafa de la alta sociedad española y la Movida madrileña, ha fallecido este jueves según se ha anunciado en su cuenta de Instagram
Hace unos meses, durante la emisión de Lazos de Sangre en TVE, Ramoncín me llevo a un aparte. Lo que iba a decirme no tenía nada que ver con el programa. Fue muy sucinto. “Sylvia está mal”. Le dije: “Sylvia, ¡no!, la Polakov”, corregí. Aun en ese momento tan triste, esa mujer sorpresa que fue la gran fotógrafa de su tiempo, esos casi 20 años en que Madrid y España vivieron a toda mecha, debe ser recordada con su nombre de guerra.
Indefinible, regia, arrogante, solidaria, resuelta y arbitraria, a Polakov siempre la temías un poco. Sus ojos empoderaron a una generación mítica: Antonio Banderas, Marisa Paredes, Carmen Thyssen, Isabel Preysler... en noches que mezclaban poder con flamenco, lentejuelas y pesetas. Polakov retrataba, Sylvia asimilaba. “Cuando te agarraba en una fiesta, terminabas exhausta de tanta palabra. Tanta información”, recuerda uno de sus fotografiados. Era temible. Ahora descubrimos, al saberla lejos de nosotros, su propósito: quería transmitir ese peculiar conocimiento de su tiempo y experiencia a las siguientes generaciones. Que supiéramos la historia pequeña, la que flota en las conversaciones, la que se filtra de una foto, las idas y venidas al baño, el trasfondo de una sociedad ansiosa.
Nos conocimos en 1994, aterrizado en Madrid. Rafael Díaz, La Madrina, nos presentó en un diminuto restaurante vegano en Chueca, el barrio gay de Madrid que empezaba a vivir su efervescente reinvención. Polakov insistió en invitar ella, moviendo mucho las manos, con esa voz profunda y agitando la célebre melena cobriza, tan perfectamente desordenada que hacía pensar que su cerebro era exactamente igual. “En Madrid no dejes nunca de ser un extranjero”, manifestó, en plan declaración de principios, apenas nos presentaron. “No cambies tu acento, no hables como los de aquí, mantén tu diferencia. Sé”, lo dijo como si fueran dos letras mayúsculas, “distinto, el del otro lugar, siempre”. No lo conseguí, pero se lo agradecía siempre que nos veíamos. “No me has hecho nada de caso”, exclamaba. “No haces más que mimetizarte. No hay que mimetizarse nunca. Jamás”. Y se alejaba, el pelo igual de liso y desordenado, igual de cobrizo. Con su marcha también se ha llevado la clave para no mimetizarse.
En el 2016, hicimos una entrevista para Vanity Fair que hoy, ante la noticia de su muerte, se ha vuelto muy visitada. Muchos artículos la citan sin citarla, y que Polakov insistió ante la revista en que yo la hiciera. La fotógrafa más famosa de su generación, indiscutiblemente, intentaba que la revista colaborara en visualizar su archivo de fotos cándidas, snapshots, una afición que creció paralela al de sus elaborados e inimitables retratos de los ochenta y los noventa. Uno de los más célebres se volvió la foto oficial de la reina Sofía. “Lo más difícil fue enseñarle a que dejara las manos quietas. Las manos son un estorbo. Tuve que ponerme firme: ‘Señora, no levante las manos’. ‘Pero, ¿qué hago con ellas?’, me imploró. ‘En las rodillas, déjelas en las rodillas’. Claro, no quedaba bien la cabeza. No sé cómo, se irguió ligeramente y pensé: ‘Eso es de reina’. Y salió la foto”. Entonces, le pregunté: “¿Pones nerviosos a tus retratados?”. Hizo una pausa. “No, espero la distancia. Ese es el verdadero clic, cuando hay distancia y entonces ves la foto”.
Fue una mañana perfecta la que pasamos en su casa de Alfonso XII, frente al Retiro, en Madrid. Polakov parecía un cruce entre Betty Catroux y Chrissie Hynde; ¡pensé que la imitaban a ella no al revés! Por supuesto, sin parar de hablar, esa ilación desordenada y apasionante de la historia reciente de España. “La gente se aburre, pero tú no, tú lo ordenarás y lo contarás. Prométeme“, agregaba. Cuando la entrevista se publicó, Polakov se molestó muchísimo porque había deletreado mal un estimulante legal, una medicación usada por los universitarios para estudiar los exámenes finales, con el que su generación consiguió hacer de la noche un mismo día. Implacable, públicamente, regañaba: “Lo has escrito mal, tú no puedes escribirlo mal”. Es un poco tarde, pero te pido disculpas. Y también por no haber sido más valiente y quedarme más rato escuchándote. Y quizás evitar traicionarte y mimetizarme.
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