¿Son los langostinos lo peor de la Navidad española?
España enloquece en las fiestas chuperreteando y tragando gambas o langostinos con mayonesa. ¿Por qué tantas veces suelen estar gomosos, recocidos o tristemente descongelados?
Comemos casi dos kilos de gambas y langostinos por persona cada año, la mayor parte, en Navidad y en esos días, principalmente cocidos de antemano. En este país no concebimos el nacimiento de Jesús sin estos crustáceos: es raro que no los hayamos incorporado al Belén, asomando por el zurrón de los pastorcillos, coronando el cuenco de mirra, supliendo las alas originales del arcángel san Gabriel.
Pero mira cómo beben las gambas en el río, pero mira cómo chupa las cabezas el dios recién nacido: en diciembre y enero nos abalanzamos sobre bandejas repletas con ansia infinita, pelamos nuestros pequeños tesoros decápodos y los bañamos con grosería en mayonesa porque, oh, blanca Navidad, oh, blanca salsa, auténtico manto de nieve de nuestras cenas. Qué chiflados estamos.
¿Por qué enloquecemos con las gambas cocidas? Es más: ¿por qué las compramos ya cocidas? ¡O cocidas, peladas y congeladas! ¿Cuánta gente cree que son muñequitos traídos por tres mariscadores de Oriente en las jorobas isotérmicas de sus camellos? ¿Cuánta desconoce que esos animales una vez tuvieron vida marina y movieron sus patitas y sus antenitas; que sus tonos anaranjados transfieren ese color a los peces de roca que los devoran o que no se producen en las mismas factorías que el espumillón, los funkos de Mariah y la ropa interior roja?
En Navidad, tres tazas
“En Navidad se triplica el consumo de gambas y langostinos. Pero el precio no sube tanto como en otros mariscos, porque se trata de lo que en el mercado se denomina ‘producto gancho’. Se usa como reclamo para que vayas y compres otros productos, sobre todo en las grandes superficies. Por eso no se dispara”. Lo explica Beatriz Aguado, directora comercial de Gambastar, empresa que mueve en sus naves de Burgos 15.000 toneladas de marisco, que comercializa bajo la marca Gambafresh. “Recibimos de todos los puertos de España, y también de acuicultura de Centro y Sudamérica, y somos lanzadera para el sur de Europa”. ¿Venden más fresco o cocido? “Para el cliente, cocido, por supuesto, porque es muy cómodo”.
Tenemos que revisar la palabra comodidad, porque detrás de su polisemia escondemos algunas haraganerías harto cuestionables. ¿Cuánto tiempo y esfuerzo supone cocer una gamba fresca, por Poseidón bendito? Veamos: pones una olla con sal y agua hirviendo, arrojas la gamba, aguardas un minuto o dos y la sacas, refrescándola para detener la cocción (en este vídeo te lo contamos detenidamente, solo tienes que ajustar el tiempo acorde al tamaño de tus crustáceos). ¡Pero si tardas más en cantar el estribillo completo de Last Christmas!
De hecho, hay una incongruencia colosal en bramarle al mundo que aigueifyumaijart, y luego despreciar por pereza estas delicias. Mira: no tienes corazón si compras las gambas o los langostinos cocidos; no sientes la verdadera magia de Santa Claus, no te reflejas en las bolas del árbol ni mereces un morreo de muérdago. Desde esta tribuna indignada decimos “basta ya de crustáceos cocidos fuera de casa”: me explico a continuación con algunos datos.
Pregunta, elige y luego cocina
Dice el Informe del consumo alimentario de España que nuestra bandeja anual de gambas y langostinos pesa 90.000 toneladas; expresado en moneda, 1.034 millones de euros (casi el presupuesto del Ministerio de Agricultura y Pesca). En proporción, ocupan un 28,3% del negocio marisquero nacional. Porque, digámoslo ya, son el marisco de los humildes, y cada vez somos más los humildes, los cieneuristas, la morralla, “la que da la batalla y no recibe ni una medalla”. El señor Cangrejo se está quedando con todo.
Los Bobs, Calamardos y Patricios pagamos entre 10 y 50 euros el kilo por nuestros caprichos asequibles de 10 patas, que a menudo no distinguimos. Por eso, en parte, oscilan tanto los precios, porque la hiperabundancia nos acaba desinformando. No entendemos lo básico. Para centrarnos: las gambas son más pequeñas, entre cinco y ocho centímetros, frente a 10 y 20 centímetros de los langostinos (o 30, en los descomunales “tigre”). La gamba tiene la cola curva; el langostino, recta. La señora, cuerpo largo y delgado respecto a las dimensiones de su cabeza; el señor, cuerpo chato y gordo.
Ambos suman, a su vez, un centenar de especies que apenas identificamos, excepto las etiquetadas por su origen (Huelva, Palamós, Vinaroz, Sanlúcar), más caras. Pero, en realidad, la gamba común navideña, la que podemos pagar la mayor parte de las familias de Fondo de Bikini, “procede básicamente de Túnez, Marruecos, Grecia o Italia, mientras que los langostinos tienen su origen en Marruecos, Mauritania o Mozambique”, según recoge este completo reportaje. Si ignoramos la categoría del animal, también desconocemos si vale lo que pagamos, y más si lo echamos a la cesta ya hervido. En 2021, compramos un 16% más en este formato vago. Lo sé, estás agotado, estás cansada. Pero una buena gamba puede, precisamente, levantarte el ánimo.
No hay solo una gamba
“En Navidad salen gambas de debajo de las piedras. Algunas tienen muy poca calidad, pero están cocidas en caldos hechos con buen marisco para que tengan algo de sabor”, señala Antonio Gómez, de Hermanos Gómez Santana, una empresa familiar de Huelva que sirve capturas marinas del día. “Es verdad que los precios varían mucho. Nosotros solo trabajamos en Isla Cristina y Vila Real de San Antonio, y si yo la vendo a 25 euros el kilo, sé que es el precio más barato de aquí. Si alguien lo tiene a menos precio, es de otro lado”, dice, orgulloso.
Al decir “de poca calidad” incluimos otros atributos aparte del sabor, caso de la concentración de cadmio, superior en la pesca y en la acuicultura descontroladas, y que ya propició en 2019 una alerta de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria sobre metales pesados. Algunos procesos de conservación y congelación, además, arruinan el empacho gambero navideño, con ese regusto industrial del ultraprocesado chungo. La mayonesa, lógicamente, enmascara las malas calañas, la calidad variable, que siempre es más fácil detectar en un producto fresco. En primer lugar, porque al comprarlo, puedes verlo y husmear: si está flácido, malo; si huele a amoniaco, también, y si escarcha, malo. Caparazón brillante, cabeza translúcida, cuerpo sin manchas, bigotes y patas bien tiesas: esa es tu gamba.
Los crustáceos comprados hervidos suelen estar demasiado hervidos, como macarrones de colegio, y los congelados son además más gomosos porque pierden demasiada agua. Los comerás rápido, pero su satisfacción permanecerá menos tiempo que si hubieras apañado unos especímenes frescos al ritmo de Wham! Ya puestos, si quieres prepararlos en un pispás, están mucho, muchísimo más ricos a la plancha, esto es así. Calor del infierno, chorro de aceite, sal, humo y fuera. Chupa el esqueleto, chupa la cabeza, chupa la cola, chupa como si no hubiera Año Nuevo, chupa como un amante desbocado antes de atacar el cuerpo.
Ya llegará febrero, con su tristeza gris y el edredón enfundado en solitario. Piensa en todo ese yodo beneficioso rellenándote las tiroides, enchufando energía en tu metabolismo, piensa en la Sirenita o en Aquaman acunándote el bajovientre. Piensa en camélidos buenos —sin discutir si los Reyes Magos vienen en camello o dromedario—, y en que la Navidad solo es un banquete cuando la comida nos abre esos ojitos de George Michael cándido, con ganas de abrazar a 10 manos.
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