El dentista que inventó el 'realfooding' en los años treinta
El consejo “come comida real” es más viejo que el hilo negro: el canadiense Weston Price ya habló de los efectos perjudiciales de los ultraprocesados en 1939. Después de él (y antes que Carlos Ríos) hubo otros.
Recomendar comer comida (real) y huir de los productos ultraprocesados es un clásico que tiene, al menos, casi un siglo de antigüedad. Es posible que este dato sorprenda a muchos cuando observan la creciente militancia de personas que a día de hoy se pertrechan con el uniforme del #realfooding, con aires modernos y súper revolucionarios al usar como bandera este movimiento. No pocas personas usan, incluso, el adjetivo realfooder como elemento que les define en sus respectivas redes sociales. Que comen comida real, vaya: o al menos eso pretenden; lo consigan o no. Porque eso, con la que está cayendo, es otro cantar.
Hace 4 años, el dietista-nutricionista Carlos Ríos acuñó un término que ha hecho popular en España la "comida de verdad": realfooding. Acompañada de no poca inversión en marketing, su promoción de alimentos al margen de los ultraprocesados parecía sincera. La reciente presentación de una crema de cacao realfooder que posiblemente incumple la norma del etiquetado de alimentos -y en varios puntos-, y que además supone un bonito ejemplo del donde dije digo, digo Diego en el terreno nutricional, ha sembrado las dudas entre muchos profesionales. O ha terminado por convencer a muchos otros que hacía ya tiempo habían condenado el #realfooding -y a su autor- como promotores de Trastornos de la Conducta Alimentaria. En cualquier caso, muchos otros profesionales habían defendido un patrón de alimentación basado en comida. Comida a secas. Ni real, ni de verdad. Comida y ya.
Comer comida real: el origen
Weston Price (1879-1948), un dentista -el profesional de los dientes, no el de las dietas- canadiense que vivía especialmente preocupado por las cuestiones nutricionales, publicó en 1939 una obra reveladora titulada Nutrition and Physical Degeneration. En ella, más allá de lo que el título anuncia, Price afirmó que muchas de las enfermedades consideradas endémicas en las sociedades occidentales -ojo que se refería a las décadas de 1920 y 1930- rara vez estaban presentes en otras culturas. Con este hilo argumental y desde una perspectiva etnográfica, defendió que, a medida que las sociedades abandonaban sus dietas originales y abrazaban patrones de vida occidentales iban cayendo poco a poco en las que entonces Price definió como enfermedades occidentales (hoy las llamaríamos Enfermedades No Transmisibles).
Concluyó, por tanto, que los métodos industriales para preparar y almacenar alimentos propios de las sociedades occidentales eliminaban las vitaminas y minerales necesarios para prevenir enfermedades. En el libro comenta, además, que diversos aspectos de las dietas occidentales modernas -y en particular la presencia de harina, azúcar y grasas vegetales procesadas-, causaban deficiencias nutricionales que terminaban ocasionando diversos problemas de salud. Por todo ello animó y recomendó el uso de alimentos sin procesar, llamémosles ‘de verdad’ o ‘reales’.
Llegados hasta aquí, es necesaria una importante advertencia. La conocida como Fundación Weston A. Price nacida en 1999 -más de 50 años después de que la figura de la cuál toma su nombre falleciera- es uno de los peores sitios online en los que recabar información científica... sobre cualquier cosa. Dicha fundación, a día de hoy, se muestra a favor del uso de la homeopatía, es marcadamente antivacunas y entre sus recomendaciones disparatadas encontramos el consumo de leche cruda, haciendo un flaco favor a la imagen de la cuál se supone tomó la inspiración. En realidad, algunas de las propuestas de Weston Price -tanto en el campo de la odontología como en el de la nutrición- podrían tacharse de cuestionables, pero lo de esta fundación va más allá. Tanto que sus contenidos podrían ser útiles tomados a la inversa: cualquier cosa que se afirme en ella, lo que sea, probablemente sea falso.
Price fue el primero, pero hubo más
A principios del presente siglo, Michael Pollan, un periodista norteamericano especializado en cuestiones nutricionales desde una perspectiva evolucionista publicó In defense of food (En defensa de la comida) que en España obtuvo, en mi opinión, una pésima traducción: El detective en el supermercado. Título que en absoluto refleja el mensaje del título original -que se refiere a la defensa de la comida ‘de verdad’- ni tampoco da fe de los contenidos de la obra. Sea como fuere, si por algo se hizo famoso este libro, fue por ofrecer tres consejos incontrovertibles sobre alimentación saludable y usar para ello tan solo seis palabras (no te pierdas el primero):
- Come comida.
- Fundamentalmente vegetales.
- No demasiada.
Está claro que en la obra se invierten una cierta cantidad de recursos para explicar los porqués de cada uno de estos consejos: en relación al primero, el autor declara que esa comida que nos invita a comer (y no otra) sería aquella que nuestras abuelas identificarían como tal. En realidad, el mensaje podría haber sido más descriptivo y usar expresiones como come comida de verdad o real, aunque en mi opinión, queda más que clara la intención del autor cuando se refiere solo a ‘comida’ y punto. Lo otro, que sería aquello que es susceptible de ser ingerido y que suele ser objeto de marketing, no es ‘comida’.
Las abuelas como patrón de referencia
Resulta curioso contar el número de veces que la figura de las abuelas sale a relucir en este contexto, así como las variopintas circunstancias en las que se les menciona. Al caso de Pollan, se suma el del Libro Blanco de la Nutrición en España (2013) en el cual, mientras se desarrolla la idea de lo difícil que lo tienen hoy los consumidores para realizar elecciones alimentarias, se afirma que “nuestras abuelas vivían entre un centenar corto de alimentos [...] Hoy en día, en un hipermercado de cualquiera de nuestras ciudades el consumidor se enfrenta a mas de 30.000 productos alimenticios distintos”.
No creo que el uso en el texto de ‘alimentos’ -cuando menciona aquel centenar corto de opciones- y de ‘productos alimenticios’ -al referirse a los más de 30.000- se haya dejado al azar. Aquello era comida (real) y el resto, hasta los 29.900 ítems, no. Cierto es también que muchas de nuestras abuelas jamás en su vida vieron un kiwi o un mango, ni oyeron hablar de la quinoa, del kale, las setas shiitake o cosas por el estilo.
Hoy en día y en nuestro entorno, vivimos en una aldea global en la que (para bien y para mal) tenemos acceso a multitud de opciones de comida “de verdad” que antes no es que no existieran, tan solo eran inaccesibles en base a una cuestión logística. No obstante, es fácil coincidir en que la mayor parte de esa nueva oferta, en relación a los tiempos de nuestras abuelas y los actuales, está caracterizada por ultraprocesados o, llamémosles, “ingeribles de perfil nutricional poco o nada interesante”.
Comer comida -y no lo otro- sigue siendo el mensaje a tener en cuenta
Como consumidores deberíamos hacer un mínimo ejercicio de introspección y reconocer que andamos un poco como pollo sin cabeza. Somos el único animal al que hay que decirle cómo tiene que comer y, además, nos hacemos un lío fenomenal con estas cuestiones. Creo que hemos perdido buena parte de nuestra naturaleza más atávica: si esto es positivo o negativo, el tiempo dirá.
De lo que apenas cabe duda es que, los ultraprocesados -lo que no es ‘comida’- son dañinos en relación al pronóstico de salud de los consumidores. Hay muy pocas dudas, mal que le pese a la industria alimentaria que los produce. Por eso no es de extrañar que esa misma industria trate de criminalizar el uso de este término, llegando a proponer que aquel que lo use pueda ser denunciado. Has leído bien: prohibir los ultraprocesados no; prohibir el uso de esta expresión sí.
Por eso el mensaje sobre ‘comer comida’ sigue siendo válido, hoy más que nunca, porque la proporción de comida de verdad es cada vez menor frente a la creciente oferta de ultraprocesados. Si es ‘comida’ no es ultra procesado, y si es ultra procesado, no es comida, son hipótesis que la realidad ha confirmado una y otra vez: el goteo de publicaciones que ponen las peras al cuarto a esta industria es incesante, incluso en referencia a alimentos y productos destinados a niños y bebés.
En el sentido más práctico posible, suelo usar una frase que genera pocas dudas a la hora de promover el consumo de comida de verdad: “más mercado y menos supermercado”. Algo que, reconozco, es cada vez más complicado de llevar a cabo, debido al claro declive del censo de mercados municipales, unos horarios laborales difíciles de encajar salvo con el de las grandes superficies; no se puede negar.
Pero también debido a que los consumidores de hoy en día tienen muchos menos recursos; pero que muchos menos, que nuestras abuelas -sí, otra vez- a la hora de enfrentarnos a la compra en un puesto del mercado: nos suele resultar más sencilla en blíster, bandejas termoselladas o en forma de comida para llevar -o pedir- que en gran medida es ultraprocesada.
No obstante, si hacer la compra en un mercado te produce más ansiedad que a un gremlin la clase de natación, siempre puedes acudir al profesional que te atienda en cada puesto: suelen ser expertos en sus campos y dispuestos a ayudar (intenta no ir en hora punta a pedirles la receta de una paella paso a paso; eso no ayuda). También puedes ir a tu súper o gran superficie y tratar de confeccionar tu cesta de la compra con aquellos alimentos que solo encontrarías en el mercado; vayan o no envasados. Comida-comida, y punto.
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