¿Quién inventó los chiringuitos?
De Sitges a Málaga pasando por Barcelona, varios lugares de la costa mediterránea se han reivindicado como creadores de un concepto ganador: el chiringuito. ¿Cuál fue realmente el primero?
Para muchos es el verdadero destino, la playa es solo la excusa. Ese olor a aceite y a limón, a cerveza de barril, a naranjas bañadas en sangría. El sonido de las comandas, de las vajillas apiladas, el murmullo feliz y estereofónico de las mesas. Las aceiteras de plástico, las frituras variadas, las manchas de vinagre en el mantel, la Comtessa de postre.
El chiringuito no es solo el lugar donde comer e hidratar las sufridas gargantas playeras, forma parte de nuestro paisaje sentimental. Una tradición convertida en fetiche turístico, el Valhalla de la clase obrera: varios puntos de la geografía mediterránea se atribuyen la patente de estos templos del relajo veraniego, aunque poco se sabe con certeza. La intrincada historia sobre sus orígenes se mueve entre Cataluña y Andalucía, con curiosas conexiones con Latinoamérica, un viaje con cientos de giros que en este caso empieza en el Paseo de la Ribera, en Sitges.
Allí, una sencilla construcción de madera de color blanco y azul con tejado a dos aguas presume en sus paredes de ser “el primer chiringuito desde 1913”. Conocido a principios del siglo XX como "El Kiosquet", el negocio comenzó con una tabla de madera a modo de barra, a la que fueron añadiéndose después algunas mesas y sillas. Abierto desde las seis de la mañana, servía bocatas y carajillos a los pescadores. Fue en 1943, después de que el mar se lo llevase por delante, cuando el empresario Juan Calafell adquirió la concesión del kiosco, volvió a levantar sus muros y le cambió el nombre por el de “Chiringuito” a sugerencia de un amigo y cliente habitual, el periodista César González Ruano.
El Chiringuito de Sitges –decían- era el primero sin discusión, puesto que nunca antes se había usado en España aquella palabra que, según Ruano, procedía de Cuba y se refería a una forma de preparar el café. El periodista explicó que en la isla los campesinos colaban el café con una media y al chorrito que salía lo llamaban chiringo. De ahí chiringuito.
La historia del primer chiringuito y su curiosa relación con el café viene repitiéndose en cientos de artículos desde entonces, basta con hacer una rápida búsqueda en Google para comprobarlo. La pena es que no es real.
“Ni mucho menos es el primero”, asegura a El Comidista Beli Artigas, historiadora del arte, vecina de Sitges, visitante habitual del Chiringuito. Investigando sobre el arquitecto racionalista José Antonio Coderch, quien diseñó este popular edificio blanquiazul, Artigas se dio cuenta de que la leyenda no era como la pintaban.
“Busqué la palabra chiringuito en las hemerotecas y descubrí que mucho antes ya se hablaba de otro chiringuito, escrito tal cual”. Beli se refiere al Bar Chiringuito, que según las crónicas se ubicaba en el Puerto de Barcelona, en el Muelle de la Paz. Un tenderete donde servían bebidas a los viajeros que iban y venían entre España y las Américas, conocido por su clientela alegre y sus broncas monumentales. “En el Bar Chiringuito, en la Puerta de la Paz, se promovió un formidable escándalo del que fue protagonista el diestro Larita”, contaba en 1924 el periódico El Imparcial.
“Era muy conocido en Barcelona, había broncas, juergas, artistas. Es normal que en Sitges se apropiaran de la palabra”, señala Artigas. De hecho también lo hicieron en otros pueblos como Lloret de Mar. Sin embargo, el cuento de Ruano y Calafell coló hasta el punto de convencer a la Real Academia. El mismo Lázaro Carreter, académico de la Lengua, dio fe de su historia al incorporar la voz “chiringuito” al diccionario en 1983.
“Cada día la Historia se reescribe y gracias a Beli Artigas hemos descubierto la verdadera identidad del Chiringuito”, reconoce Alex Rubio, tataranieto de Calafell y uno de los gerentes actuales del negocio. Sabiendo lo que hoy saben, la familia prefiere ser honesta y son los primeros en reconocerlo. “Tenemos guardada toda la investigación que hizo Beli, doce páginas, para cualquier persona que nos la pida”, asegura Rubio, cuyo local puede que no sea el primero, pero sí el último de aquellos años que sigue en pie.
Café no, aguardiente
Lo que sí parece claro es que la palabra chiringuito tiene sus raíces en Latinoamérica, aunque nada tiene que ver con el café. Ni en las hemerotecas, ni en los diccionarios de americanismos consta relación alguna con la historia de la media y el chorrito –pura invención de Ruano-, lo que sí consta es una palabra extremadamente parecida: chinguirito. Se usaba en México y Cuba para nombrar un tipo de aguardiente elaborado en la Nueva España durante la época de las colonias. Se hacía con miel de caña y estuvo mucho tiempo prohibido por ser “venenoso y mortal”, aunque también por ser una dura competencia para al aguardiente de Castilla. A principios del siglo XIX se legalizó y permitió su comercialización en España. El desliz lingüístico solo era cuestión de tiempo.
En 1895 en el diario El Liberal un periodista relata un viaje por Huelva en el que tuvo la suerte de probar como aperitivo “un chiringuito y unas almejas recalentáas”. Un fallo a la altura de la clásica cocreta que probablemente acabó extendiéndose en el lenguaje popular hasta dar nombre, por pura metonimia, a los locales donde se servía el mortal aguardiente.
De hecho, la definición de chiringuito que consta en la RAE, tal y como la incluyó Carreter, hace referencia a un quiosco o puesto de bebidas al aire libre. Lo de la comida vino después. “El chiringuito no era un sitio para comer, sino un sitio de espera, para pasar el rato, para hacer un café”, recuerda Beli Artigas. Ese concepto relacionado con la comida se tomó prestado de otro lugar donde eso de comer pescado al lado de la orilla ya se venía haciendo desde mucho antes.
El original: el merendero
Las mesas enterradas en la arena, bien cerquita del rebalaje, los platos abundantes de pescaíto frito: chanquetes, boquerones, sardinas, calamares. “En Málaga eso se conocía como merendero, de chiringuito nada”, apunta el historiador y especialista en gastronomía andaluza Fernando Rueda. Apenas cuatro postes y un techado de cañizo que los pescadores de barrios marineros como El Palo adosaban a sus casas para dar de comer y beber. “La comida se elaboraba en las casas y luego se servía en el tenderete para que la gente se sentara a la sombra”. Lo único que se hacía en la calle eran los espetos. Sardinas ensartadas en un espetón de caña que el amoragador –que no espetero, precisa Rueda- clavaba en la arena para dorarlas al fuego.
La Gran Parada de Miguel Martínez Soler, más conocido como Miguelito ‘er de las sardinas’, ha sido considerado durante mucho tiempo el primer merendero de Málaga. Cuentan que en 1885 el rey Alfonso XII paró en este merendero y al disponerse a probar su famoso espeto con cuchillo y tenedor el propio Miguel le corrigió: “Asín no su majestá, con los deos”.
Una historia entrañable que, por desgracia, tampoco es cierta. “Yo mismo dije eso y me equivoqué”, admite Fernando Rueda. “Es cierto que el rey estuvo en El Palo pero lo del espeto es un leyenda. Pensaba que podría ser cierta, la propia familia me lo confirmó, pero se ha descubierto que es imposible. En ese momento no existía La Gran Parada y Miguel debía tener unos doce años”.
Hoy se sabe que los merenderos ya funcionaban en la barriada malagueña del Palo desde 1860, o incluso antes, también llamados a veces con el nombre de ventorrillos. Los investigadores todavía rastrean en los archivos el origen de esta tradición, lo que sí es seguro es que por entonces ninguno se llamaba “chiringuito”, eso no ocurrió hasta la llegada del turismo.
“Aquí la pusieron de moda unos productores de cine”, cuenta Pepe Romero, del Restaurante Nuevo Reino, en San Pedro Alcántara, Marbella, donde -una vez más y ya van unas cuantas- aseguran ser “el primer chiringuito”, al menos el primero en la Costa del Sol en adoptar esa palabra. “En 1956 unos productores de cine compraron casas en la urbanización Cortijo Blanco y quisieron poner un puesto con comida y bebida. Cogieron un mostrador de obra con cuatro cañas encima, lo llamaron chiringuito y se lo dieron a mi padre. Él lo llevaba, ponía espetos, paellas, pollo al ajillo. Después ya todos los merenderos empezaron a llamarse chiringuito”, explica Romero.
La historia sólo está recogida en su memoria –Pepe tenía entonces 14 años-, pero según el historiador Fernando Rueda algo parecido debió ocurrir, puesto que aquella palabra invasora acabó colonizando todo. “Aquí todo el mundo usaba la palabra merendero hasta la llegada del turismo nacional. Entonces, empezó a mutar debido a esa tendencia a veces absurda que tenemos los andaluces de aceptar lo que viene de fuera en lugar de lo que tenemos dentro. Fue lo mismo que pasó con el limón, lo de echar limón al pescado es una imposición de la gente del interior cuando vino a la costa. Todavía quedan en Málaga algunos merenderos, pero la gente joven ya no usa esa palabra. Yo desde luego me niego a llamarlos chiringuitos”, asegura.
Hoy extendidos por toda la costa como una enorme mancha de aceite –casi la mitad de las playas españolas disponen de al menos un chiringuito, según el portal Playea.es- son apenas un vago recuerdo de lo que fueron aquellos viejos merenderos. El pescaíto se pesca cada vez más lejos, ya no hay cañizos ni tablones de madera sino en muchos casos puro hormigón y la estética de algunos recuerda más a un club de Ibiza que a un humilde bar de pescadores. Lo que sí se mantiene fiel es esa filosofía de relajo y despreocupación, de sobremesa larga con olor a sal y a factor 50. El único sitio donde aún es posible disfrutar de la comida con la arena hormigueando entre los dedos de los pies.
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