Las rescatadoras de los recetarios familiares
Dos periodistas y gastrónomas arrancan un proyecto para preservar la memoria culinaria doméstica española. Su objetivo es recopilar, digitalizar y publicar en la red todo tipo de recetarios familiares.
La receta de la paella de dos familiares del pintor Joaquín Sorolla, un plum keik mecanografiado sobre el presupuesto de un móvil junto a un poema de su autora y una libreta con los apuntes de cocina de cinco generaciones de una misma familia son algunos de los tesoros que las periodistas y gastrónomas Ana Vega Biscayenne y Carmen Alcaraz del Blanco están descubriendo a raíz de Los Recetarios. Un proyecto itinerante con el que buscan encontrar, digitalizar y documentar recetarios familiares de toda España: manuscritos o mecanografiados, encuadernados u hojas sueltas, no hay categorías inferiores en esta búsqueda de la memoria popular.
Ambas estuvieron al frente de la iniciativa #Gastrónomas, que se lanzó el 8 de marzo de 2017 con el objetivo de visibilizar y reivindicar el trabajo de autoras como Emilia Pardo Bazán o Julia Child, además de otras profesionales actuales. “Los Recetarios comparte con #Gastrónomas el mismo objetivo: dar visibilidad al trabajo y a los profesionales que no la han tenido y la merecen”, aseguran sus autoras. La diferencia es que en Los Recetarios la perspectiva de género tiene lugar en el espacio doméstico, donde es obvio que ha predominado la mujer; “pero también hay autores y herederos que han preservado la transmisión familiar. Este es un proyecto de todos, para todos”.
Su primera parada tuvo lugar en el Mama Festival de Ezcaray -¿podía ser de otra manera?-, un encuentro dedicado a celebrar la cocina de las madres, la vida en los pueblos y los productores de alimentos del Valle del Oja. Además de ponencias, degustaciones, un mercado de artesanos, actuaciones en directo y un disputado concurso popular de croquetas, tuvo lugar el primer encuentro de Los Recetarios. Allí confirmaron que los sabores de la memoria perduran, resisten los años y la distancia y constituyen parte de los recuerdos más queridos.
“Por lo que vimos en Ezcaray más lo que hemos recibido por correo electrónico, vemos que los ‘recetaristas’ son muy diversos -hombres, mujeres, jóvenes, mayores, profesionales de la gastronomía o aficionados- pero coinciden en su cariño hacia generaciones anteriores y en su interés por la transmisión del conocimiento”, nos cuentan las autoras de la iniciativa. “Por eso han guardado todos su recetario familiar como oro en paño”. Hay quien no puedo acercarse por temas logísticos. Pero “si no está poniendo ahora mismo la casa patas arriba buscando su propio recetario de familia es porque está escribiendo a sus primos por Whatsapp preguntándoles por él, o contándonos cómo era un plato peculiar que hacían su bisabuela, su padrino o sus vecinos del pueblo”.
Aunque pueda parecer que las autoras cuentan con un despliegue de medios, lo están haciendo todo desde sus ordenadores y sin ningún tipo de ayuda, y son conscientes de que necesitan mejorar la logística para que este proyecto goce del marco que merece y para que todos podamos beneficiarnos de la riqueza cultural que los recetarios nos aportan. Necesitan apoyos locales para la celebración de los encuentros, así como globales para lograr una buena web, un dispositivo móvil para un escaneo profesional y unas condiciones favorables para gestionar, comunicar, recopilar, digitalizar e interpretar. “Lo más difícil era arrancar el proyecto, ahora que ya circulamos, necesitamos copilotos, avituallamiento y una carretera que nos lleve donde queremos”, aseguran ambas.
Hay una parte de la historia que Los Recetarios de momento no pueden recuperar: la transmisión oral de las recetas, con sus anécdotas, su lenguaje y la historia de las personas que las contaban. “Se ha perdido muchísimo. Los Recetarios por ahora se dedica a buscar el rastro de la cocina familiar en papeles amarilleados pero nos encantaría poder grabar en audio o vídeo esas instrucciones culinarias que dan las abuelas”, apunta Ana Vega. En Ezcaray, por ejemplo, tuvieron la suerte de poder ver recetas apuntadas personalmente por la gran Marisa Sánchez (1933-2018) del restaurante Echaurren. Pero comparándolas con una grabación que les enseñó su nieto Guillermo, en la que explica cómo hacer sopa de ajo, se dieron cuenta de que la expresión oral permite incorporar muchos más detalles. “Lo que en papel igual son seis líneas hablando resulta que son seis minutos, porque se explican de manera completamente diferente, más cercana, trucos o pasos que pueden resultar claves en la elaboración”.
Alcaraz añade que el dominio de una receta no sólo reside en atender unas instrucciones o en afinar el paladar, también se ha de educar la vista, el olfato, el tacto y el oído. “La transmisión oral potenciaba los sentidos como aliados, de la misma manera que incluía todo tipo de historias familiares y comunitarias, historias que, por pequeñas que parezcan, son nuestra propia historia”. Lo hablado nos ofrece intangibles que ningún capítulo de MasterChef, showcooking o enciclopedia culinaria pueden ofrecer: “Si ya no estamos en las cocinas o en las alacenas, al menos compartamos mesa y sobremesa”, reflexiona la periodista.
¿Por qué es importante que no se pierdan estos recetarios familiares? Porque cualquiera con un mínimo interés por la gastronomía puede saber lo que comían los cocineros de El Bulli antes de los servicios, pero es probable que desconozca la receta del arroz que preparaban todos los domingos sus bisabuelas. “La invisibilización y la banalización de la cocina doméstica responden a prejuicios de género enquistados desde tiempos inmemoriales”, reflexiona Alcaraz del Blanco. Uno de los más básicos ha sido no considerar productivo, en cuanto a retribución, el trabajo de las amas de casa. “Creemos que dar valor a los recetarios y a su cocina es una forma de reivindicar su oficio”.
Para Ana Vega esta parte de la historia familiar no suele trascender porque guisar ha sido siempre y en su mayor parte una obligación, algo que hay que hacer para nutrir el cuerpo y que encima se hace dentro de la esfera íntima o familiar, como lavar o planchar. “Históricamente a la cocina sólo se le ha prestado atención como herramienta de ostentación de los poderosos o como profesión remunerada capaz de proporcionar cierto status o relevancia social, de modo que los usos alimenticios de un enorme porcentaje de la población no se describían, ni se contaban, ni recibían importancia”. Carmen Alcaraz añade una emocionante reflexión: “Hay mujeres que en toda su vida solo habrán puesto por escrito sus recetas, así que celebramos cada letra”.
Echando un vistazo a las primeras aportaciones, me pregunto si las nuevas generaciones de cocineros -enseñados a golpe de gramos, cucharadas y minutos- serán capaces de interpretar con éxito las “pizcas”, “puñados”, “lo que admita” y “hasta que veas que esté” de las recetas antiguas. “Lo más complicado a veces no son las medidas a ojímetro sino las concretas pero olvidadas como cuartillos, azumbes, libras u onzas, que encima dependían en gran parte de la tradición local y no eran equivalentes en toda España”, reflexiona Vega. “Las pizcas y las miajas son un lenguaje propio que cada cocinero tendrá que interpretar a ojo de buen cubero o según su experiencia propia, porque las recetas antiguas se escribieron dando por hecho que el que las leía sabía un mínimo de cocina o sobreentendía cuestiones que en la época eran básicas y resultaba superfluo explicar”. Replicar sus fórmulas será, en ocasiones, a base de prueba y error.
No deja de ser curiosa la buena acogida de este proyecto en un momento en el que se cocina mucho menos en el casa que cuando se crearon estos recetarios, ya que casi todos trabajamos fuera de casa y las horas dedicadas a las tareas domésticas -”la cocina, por mucho que nos guste a algunos, es una de ellas”, recuerda Biscayenne- se han reducido de forma drástica. “También valoramos mucho más que antes el tiempo de ocio o dedicado a la familia. Queremos comer bien sin sudar la gota gorda y por eso, desgraciada aunque lógicamente, cada vez se harán menos y menos esos platos que hace cinco décadas eran el pan nuestro de cada día pero que conllevaban la pericia, el esfuerzo y la paciencia que actualmente no tenemos”, asegura Ana Vega.
“Nos autoengañamos pensando que cocinar es una cuestión de tiempo, cuando en realidad tarda mucho más en llegar un repartidor de comida que en hacerse en una tortilla de calabacín”, reflexiona Alcaraz del Blanco. “El peligro actual es que cuanto menos se cocina, menos consciente es uno de lo que come. No somos mejores comensales por cocinar menos”. Esta circunstancia coincide, paradójicamente, con un auge mayúsculo del interés por la gastronomía.
Cuando les preguntamos por las historias que más les han emocionado, ambas aseguran que las más especiales no lo son por su valor meramente gastronómico sino por la historia que hay detrás. “Acceder a los recuerdos de los demás significa descubrir vidas que a veces han pasado completamente desapercibidas fuera del entorno familiar y que pista a pista (nombre y apellidos, una fecha por aquí, una referencia geográfica por allá) y hemeroteca mediante van tomando cara para nosotras”, nos cuenta Ana Vega. Como Guadalupe Rozas, una señora fantástica de Aranda de Duero que fue su primera musa gracias a la aportación de su bisnieto el periodista Ignacio Medina. O Pepa Hernández y Mariluz García, a quienes han conocido a través de un recetario que les enseñaron en Ezcaray y resulta que eran familia de Joaquín Sorolla -¿comería el pintor su paella?-; Guillerma Vicuña, María de Aguirrebengoa, Bernardina Pineda, Pablo Sacristán, Apolonia, Rosa, Juan, Fernanda…
Para Carmen Alcaraz todas son igual de agradecidas y celebradas, por eso se emocionó con el cuaderno decimonónico manuscrito y precioso de Guadalupe Rozas. “Pero también me llegó al alma la austera receta de un 'Plum Keik', mecanografiada sobre el presupuesto de un móvil hace 20 años y en cuyo reverso se lee el borrador de un poema de su autora, Mercè Arnau -madre del también poeta Joan Vigó- que, para más inri, tenía graves problemas de visión”. De entre los últimos recopilados en Ezcaray, se les puso la piel de gallina con un cuaderno crecedero donde encontramos recetas de cuatro o cinco generaciones de mujeres, cuyo origen recae en la tatarabuela Catalina Ubis (1865-1947), de Villar de Torre (La Rioja). “Hablaremos de todos ellos y de todos quedará rastro. Eso es lo más bonito”, reflexiona Biscayenne. Que así sea: no dejemos que los recetarios y las historias que los rodean se pierdan nunca.
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