Grasas trans: las supervillanas de la alimentación
El consenso científico sobre los efectos nocivos de las grasas trans es casi total. ¿En qué productos se encuentran? ¿Por qué son tan malas? ¿Cómo nos afectan las nuevas medidas de la UE contra ellas?
Una de las preguntas del millón de hace tres o cuatro décadas, hoy ya casi olvidada, era ésta: ¿qué es mejor la mantequilla o lo margarina? Una cuestión viejuna como ella sola, tras la que se esconde una trama comercial e industrial que ha pasado casi de puntillas delante de nuestros ojos. En su epicentro, las conocidas como "grasas trans", presentes hoy no sólo en la margarina, sino en buena parte de los precocinados, la bollería y la repostería industrial.
Hay que ponerse en las circunstancias de principios o mediados del pasado siglo XX y recordar la pésima imagen que entonces tenían las grasas de origen animal, con todo su colesterol, grasas saturadas y demás, y su efecto sobre la salud cardiovascular. No es preciso mucho esfuerzo de imaginación: a fin de cuentas, esa imagen ha trascendido con muy pocos cambios hasta nuestros días. El caso es que frente a esas pérfidas grasas animales, la alternativa más evidente -casi la única- estaba encarnada en las grasas de origen vegetal. Pero había un problema logístico: los lípidos vegetales son típicamente aceites -líquidos a temperatura ambiente-; los de origen animal, las grasas, sólidas.
Cuando la solución hace bueno el problema
La solución, al menos en su teoría, parecía demasiado obvia como para dejarla escapar: para poder evitar los untables y las grasas de cocina de origen animal, solo había que hacer sólidos los aceites vegetales, algo que ya se había conseguido hacía un tiempo con el proceso denominado hidrogenación parcial. Fruto del descubrimiento de aquel proceso físico-químico vieron la luz una ingente cantidad de grasas parcialmente hidrogenadas elaboradas con distintos ingredientes vegetales. Así, se puede decir con poco margen para el error que Crisco, aparecida en 1911, fue la primera margarina elaborada con aceite 100% vegetal, en concreto de aceite de semilla de algodón. (Aquí va un enlace para los mitómanos a la película The Help -Criadas y señoras, en España- en la que se da cuenta del efecto Crisco en la mentalidad estadounidense de mediados de siglo XX).
Por tanto, en aquel momento y en lo referente a sus efectos sobre la salud -otra cosa sería sobre el paladar- la pregunta de si era mejor la margarina o la mantequilla se respondía sola: las margarinas de origen vegetal eran millones de veces mejor que las grasas animales, y por tanto, que la mantequilla. Pero la nutrición no sería la casa de la Charito que es hoy en día si todo hubiese sido tan fácil: resultó que la aparente solución era eso, solo aparente, y en realidad el efecto sobre la salud de aquellas margarinas era peor -con bastante margen-, que el de lo que pretendían sustituir. La razón tenía un nombre: ácidos grasos trans, la “familia” de ácidos grasos que se formaban durante ese proceso de hidrogenación parcial y, por tanto, tenían una presencia importante en aquellas margarinas.
¿Qué tienen de malo las grasas trans?
Pues es fácil: la práctica totalidad de la literatura científica confirma que el consumo de las conocidas como grasas trans -industriales- está asociado con la mortalidad por cualquier causa, y concretamente con la enfermedad y mortalidad coronaria. ¿Por qué? Porque elevan los niveles plasmáticos de LDL-colesterol -el conocido como colesterol ‘malo’- y también los de triglicéridos, reducen los de HDL-colesterol -el ‘bueno’- e incrementan los marcadores inflamatorios. Lo peor de todo, es que todo eso pasa sin que a estas grasas trans se les pueda atribuir a cambio ni un solo efecto beneficioso. Ni de rebote.
Si las primeras sospechas serias sobre el peligro que suponían estas grasas empezaron a concretarse en la década de los 80; para los 90 y principios de este siglo ya estaban juzgadas y sentenciadas más allá de cualquier duda razonable: las grasas trans obtenidas artificialmente mediante el proceso de hidrogenación parcial eran lo peor de lo peor. Un villano nutricional de primer orden, similar a la sobreabundancia de azúcar que nos rodea y sin posibilidad de lavado de cara.
La regulación de las grasas trans
La cacería de las grasas trans por parte de las administraciones sanitarias comenzó a principio del siglo XXI, y aún está por terminar de definirse en nuestro entorno. Desde un punto de vista relativo a la Salud Pública, el primero en mover ficha respecto a la regulación de las versiones industriales fue la administración danesa en 2003. A menor escala, pero con gran impacto mediático en su entorno le siguieron una docena de ciudades de los Estados Unidos -alrededor de 2006- entre las que destacan Nueva York, Seattle o Philadelphia. También el estado de California en 2008 -una medida firmada por el entonces gobernador Arnold Schwarzenegger-, siendo bien conocidos y motivo de estudio los casos de regulación por parte de países como Chile, Arabia Saudí, Eslovenia, Sudáfrica, Tailandia, etcétera.
Finalmente la Unión Europea ya ha anunciado que para 2021 limitará la presencia de las grasas trans -artificiales- en los alimentos. No es de extrañar que sea ahora -de hecho, ya tardaba- cuando la administración europea es una de las últimas en sumarse a la regulación contra las trans después de que en junio de 2015 la Administración Norteamericana de Fármacos y Alimentos -la FDA- prohibiera su uso en los alimentos; y que la propia OMS pusiera en marcha en mayo de 2018 un plan -conocido como programa REPLACE- para eliminar este tipo de grasas de la cadena mundial de suministro de alimentos. Una serie de medidas que, de momento, ni de lejos se han tenido en cuenta para el azúcar.
Cuando entre en funcionamiento, la nueva normativa comunitaria solo permitirá la presencia de un máximo del 2% de grasas trans sobre el contenido graso total en los alimentos. Esta medida afectará a productos cuyo perfil nutricional no es precisamente para tirar cohetes: platos precocinados, pizzas, productos para hornear, margarina, palomitas para microondas, productos de bollería, panadería y repostería...
Pero, sin quitarle un ápice del mérito a la medida en sí, la regulación finalmente servirá para hacer un lavado de cara a aquellos productos con la cara más sucia, a los menos recomendables.
Lo más peligroso de este asunto es que, una vez implementadas estas medidas, los consumidores crean que ya pueden consumir sin medida esa gama de productos. Porque -y esto está bien contrastado con casos similares- la reducción o eliminación de las grasas trans se utilizará como ariete en la publicidad de esos productos. Algo que no ocurrirá -jamás- con un kilo de melocotones, cuarto y mitad de judías verdes o medio kilo de lubina, que no llevan nada de eso.
Escarbando un poco más en la naturaleza del problema y sus posibles soluciones, resulta bastante descorazonador que no se haya propuesto modificar la normativa europea del etiquetado (RE 1169/2011). A pesar de la posibilidad que anunciaba dicho reglamento de incorporar como obligatoria la mención en el etiquetado de la cantidad de ácidos grasos trans (artículo 30.7), y todo apunta a que seguirá sin aparecer. Algo que choca con la práctica del etiquetado americano en el que esta información es siempre obligatoria.
Por último, es importante mencionar que en la actualidad se ha cortado con la presencia de grasas trans en aquella gama de productos que más habitualmente las contenían, las famosas margarinas. A finales del siglo pasado -y viendo la que se les venía encima-, los principales productores de margarinas dirigidas a la compra directa por parte de los consumidores, decidieron dejar de usar la hidrogenación parcial para la fabricación de su producto, y que en la actualidad se obtiene mediante el proceso conocido como interestirificación. Una técnica que reduce hasta límites francamente menores, cuando no elimina totalmente, la formación de las poco deseables grasas trans. Así, si hoy hubiera que decidir si es mejor tomar las nuevas margarinas o mantequilla, déjame decirte que cualquiera de las dos posibilidades está en los últimos puestos con respecto a los productos que se recomienda incluir frecuentemente en un patrón de alimentación saludable. No sé si servirá de ayuda, pero un servidor -en las raras ocasiones en las que se le plantea esta dicotomía-, lo tiene claro: a mí que no me quiten la mantequilla.
Un par de notas técnicas para entender mejor el proceso
Vamos a aclarar en solo tres líneas de físico-química elemental el ‘milagro’ de la solidificación -de aceites a grasas “untables”- que se alcanza gracias a la hidrogenación parcial de los ácidos grasos de los aceites vegetales; típicamente poliinsaturados o con varios dobles enlaces en su molécula. Este proceso sirve para eliminar varios de esos dobles enlaces de las cadenas de ácidos grasos convirtiéndolos en ‘más saturados’, pero no en totalmente saturados (sin ningún doble enlace). Así, y además de otras características, en especial la longitud de la molécula de cada ácido graso, será la presencia de más o menos dobles enlaces en esa molécula lo que determina su fluidez a temperatura ambiente (más dobles enlaces, más fluido; menos dobles enlaces, más sólido, que era de lo que se trataba).
Más allá de las grasas trans resultantes del proceso de hidrogenación parcial, no todas las grasas trans son artificiales o industriales. Existen unos pocos alimentos ‘naturales’ que presentan una cierta proporción, habitualmente pequeña, de grasas trans. Esos alimentos son, en esencia, la leche y la carne de los rumiantes. En realidad, son las bacterias del aparato digestivo de estos animales los que propician la presencia de esas grasas trans en sus productos derivados. De esta forma es preciso conocer que la mayor parte de las grasas trans presentes en la dieta de un occidental medio proceden de los alimentos procesados ya mencionados. De hecho, no se atribuye ningún efecto deletéreo o perjudicial a las grasas trans presentes de forma natural u original en aquellos alimentos que las contengan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.