'Beachspreading': por qué la gente traslada el comedor de casa a la playa
Jamones enteros, kits de coctelería, barbacoas a motor, tiendas de campaña... Movilizar a la familia para pasar el día a la playa puede conllevar casi una mudanza. ¿Qué hay detrás de esta costumbre?
2009, agosto, dos del mediodía en una concurrida playa de Santa Pola (Alicante). Aún falta casi una década para que Rajoy ocupe de nuevo su plaza como registrador de la propiedad y yo atiendo en la barra del chiringuito en el que trabajamos una veintena de camareros y cientos de cucarachas de costa. Café París, se llama el sitio; porque el glamour no está reñido con las plagas de insectos.
Un hombre se acerca y nos pide un tenedor y un cuchillo para cortar el pollo asado que su mujer ha preparado “bien tempranico”. Se los presto y observo la escena: el hombre se acerca triunfante hasta el lugar donde aguardan su mujer y tres niños. Alza los cubiertos en señal de victoria. ¡No todos los héroes llevan capa! No oigo lo que dicen, pero veo sus cinco toallas, dos sombrillas, una mesa blanca plegable, varias sillas, dos neveras... No les conozco, así que no sé si es una reproducción exacta del comedor de su casa, pero intuyo que han trasladado todas las herramientas disponibles para tener las mismas comodidades que las del hogar.
El beachspreading como concepto se lo leí por primera vez a la alicantina Verónica Vicente, una colega de profesión, en su blog. Ella lo traducía como “esparcimiento playero”, y en su post se hacía eco de un artículo publicado en el New York Times sobre el auge de esta costumbre en las costas de Nueva Jersey. El rotativo americano había acuñado el término para definir un estilo de vida costera que en España conocemos como el de ir de “dominguero”. Aunque no se reduce solo a la playa. En uno de los libros de Manolito Gafotas, de la escritora Elvira Lindo, se puede leer esta escena que el protagonista de la ficción literaria cuenta como preparatorio para ir a la piscina: “La verdad es que nos costó mucho arrancar porque mi madre se empeñó en vaciarnos el contenido de la nevera en la mochila. Iba ya por el décimo yogur cuando mi abuelo se interpuso entre la mochila y ella, y gritó: '¡Catalina, por Dios, que no nos vamos a escalar el Aconcagua!'. Mi madre, que jamás se da por vencida, pasó a la acción con otro tipo de cosas: nos metió la crema de protección 18 para el Imbécil, y las palas y los cubitos y el flotador, y dos bañadores de repuesto y dos albornoces, y unas tiritas y mercromina por si pisábamos unos cristales de una litrona que acabaran de romper unos macarras. Ella siempre se pone en lo más trágico”.
Lo cierto es que el “esparcimiento playero” tiene cierto componente de clase: “Para la peña que curra a destajo por 900 euros al mes, el agosto en la playa es lo único que tiene sentido en todo su año. No todo el mundo puede vivir cerca de la costa ni alquilar un apartamento a cinco minutos de ella, que es lo que te salva de no llevarte todo a cuestas. Si tú tienes que hacer una hora de coche y vas con cuatro duros te lo llevas todo a la playa, hasta los Calippos en la nevera para no gastar un euro, porque allí todo es más caro y sabes que después de comer los críos se pondrán a llorar por un helado o tú misma matarías mil medusas por un Magnum almendrado a las cuatro de la tarde”, explica Verónica, a quien más de 20 años de observación en las playas levantinas la avalan. Por eso añade: “Sí creo que es muy de clase trabajadora, y esa es la parte auténtica que yo veo en todo esto: lo que somos capaces de montar las personas a cuestas para ahorrar. Por eso no lo juzgo”.
Quien hace beachspreading lo hace a lo grande. Nada de llevar la fruta cortada en un táper, la corta allí mismo, con un cuchillo específico para atravesar cortezas como la del melón o la sandía, en su mesa plegable, bajo una carpa. “Creo que esta práctica se basa en la necesidad humana de querer estar fuera de casa pero como en casa. Que donde vayas, sea donde sea no te falte de nada”, dice Verónica, que no es practicante de esta religión veraniega: “Un ejemplo: servilletas. ¿Es útil echarlas al bolso? Sí, claro. ¿Necesario? No. Te puedes lavar en el mar y secarte al sol o en la toalla”.
“He visto gente que planta carpas, sábanas bajeras sujetas con cuatro latas de cerveza, tiendas de campaña... Hay una cosa que reconozco que está bien pensada: esa estructura mitad plástico y mitad metal que se convierte en mesa con bancos y que cuando la pliegas se puede portar como un maletín”, cuenta la alicantina.
El rey en el Norte y en El Comidista, Mikel López Iturriaga, tiene claras las diferencias entre sus primos (del sur) y su familia (norteña) en cuanto a logística playera: “Nosotros, muy de Bilbao, hacemos gala de ascetismo playero y nos llevamos como mucho un bocata y un agua. Mis primos sevillanos casi fletan un camión cuando vamos con ellos a las playas de Cádiz: comida a tutiplén, bebida como para abrir nuestro propio chiringuito, nevera, cubo gigante con hielo... Un año flipé porque llevaron todo lo necesario para preparar mojitos nivel coctelería premium. En comparación con el resto del personal de la playa, tampoco eran bichos raros ni mucho menos: había familias cerca que lo único que les faltaba para reproducir fielmente su casa sobre la arena eran los tabiques y la lavadora”. Es algo así como cuando Jon Snow conoce a los salvajes (en realidad, conocido como “pueblo libre” por algo): “Al principio todo este despliegue te parece una exageración innecesaria. Cuando estás disfrutando del mojito y los 10 aperitivos diferentes para acompañarlo, ya no lo ves tan mal”.
Mònica Escudero, editora y coordinadora de esta casa, rememora para este artículo aquella vez que sus vecinos de arena se pasaron la playa: “Una familia que me encontré el año pasado llevaba hasta un jamón con su base para cortarlo, el cuchillo, el paño para taparlo, su camisita y su canesú. Y el otro día, volviendo del Prat, entró en el bus una familia que venía de la playa con tres carros llenos de cosas y un niño comiendo espaguetis directamente de un táper de cuatro litros de capacidad. Comiendo mientras entraba al autobús, literalmente”.
Visitación y Juan son los abuelos de Carlos Gil. Con ellos solía veranear en la Playa del Cura (Torrevieja): “Mi abuelo tenía la concepción -como tantas gentes- de que la playa es parte de su casa. De ahí que él junto a mi yaya decidieran llevar a la playa el pack completo: bocatas, bebida, dulces... Y el plato fuerte: una barbacoa que funcionaba con un pequeño motor. En ella asaba pechugas, bacon y lomo para los hijos y nietos en plena playa”.
A la playa se asocia un tipo de gastronomía más frugal, más fresquita, más ligera: lo típico de no querer morir de una indigestión a casi cuarenta grados mientras notas que te suda el interior del estómago. Pero ¿por qué seguir modas? El abuelo manchego de una amiga dice: “Si quieres crecer robusto y sano, ponte la ropa de invierno hasta en verano”. Ea. Pues lo mismo con la comida. Así, José Pablo ha llegado a ver cómo sus críos ingerían cocido (o “puchero, como se dice en Huelva”) en plena playa: “Las abuelas lo preparan en termos: en uno meten la sopita con los garbanzos y en otro, la carne”.
Para algunas familias es más rápido y sencillo formular en negativo. Esto es, decir lo que no llevas a la playa, como en el caso de Alicia: “El café es lo único que no llevábamos, nos lo tomábamos en el chiringuito, era el capricho que nos dábamos. Y los niños, el helado”. Echar el día junto al mar era como un ritual cuando sus hijos todavía eran pequeños: “Íbamos de diez de la mañana a ocho de la tarde”. Esto implica llevar víveres suficientes como para redesayunar, picotear, comer, tomar postre y merendar.
“Normalmente hago ensalada de patata, con olivas negras, cebolla tierna, atún, huevo duro... Pero alguna vez he hecho frito de magra con tomate, berenjenas y pimientos”. Alicia reconoce que “en el maletero del coche iba el salón de casa”. De ese despliegue de medios -que incluía varias colchonetas que había que inflar y desinflar para poder transportarlas en el automóvil, sombrillas, toallas, varias neveras y silletas- recuerda especialmente cuando su marido y su suegro se iban a por la merienda: “Nosotros íbamos a la Manga del Mar Menor, y muchas tardes ellos se iban andando dos o tres kilómetros a un sitio que había para coger coger churros y chocolate. Nos lo tomábamos en la orilla, sentadicos, con la brisa del mar. Cuando no había chocolate y churros, hacíamos un corrillo y nos poníamos a comer pipas”.
Reconoce que esta costumbre es, sobre todo, de “la gente [como ellos] que no tenían casa en la playa”. “Aunque también es verdad que mucha gente se bajaba con su neverica, con una y ya está, y se comía el bocadillo como... con disimulo. Lo nuestro es que era un despliegue absoluto”.
No podía acabar este texto sin recordar a aquella familia que llamó al Pizza Hut de Benidorm en el que estuve durante el verano de 2007, el mismo en el que me hice un tatuaje de mariposa en el tobillo. ¿Casualidad? No lo creo. Sonó el teléfono, solté la ristra de bienvenida al cliente y pregunté: “¿Qué desea?”. “Seis pizzas familiares para entregar a domicilio”. Antes de preguntarle los ingredientes, tomé nota del teléfono y de su dirección para que el repartidor hiciese la entrega. Lo que pasó a continuación sí que os sorprenderá, os lo juro, y resume perfectamente el sentimiento de estar en la arena tirado como si fuese tu piso: “Pues es para traer a la playa. Estamos casi enfrente de vosotros [en referencia al Pizza Hut]. Los de la sombrilla amarilla”.
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