Cocina para mejorar las relaciones de pareja
Compartir fogones, mesa y sobremesa puede ser una buena manera de sentirnos más cerca de nuestra pareja, reforzar vínculos y, de paso, comer mejor. Todo son ventajas.
De la relación de mis abuelos, recuerdo que los mejores momentos siempre llegaban comiendo y cocinando. Él tenía un pequeño huerto en la parte trasera de la casa familiar, donde cultivaba tomates rojos como atardeceres de verano, lechugas y berzas. Con una estructura de madera a modo de parra, creó también una plantación de kiwis, y de un gran ciruelo adyacente brotaban frutos con más perímetro que algunas cabezas.
Mientras tanto, en la cocina, mi abuela guisaba. Los únicos reproches que había en esa mágica comunión eran provocados siempre por la salazón de los alimentos: “Florentina, esto está soso”, “Adel, eso ya tiene mucha sal”. Los domingos, cuando nos reuníamos toda la familia, mis abuelos se afanaban haciendo churrasco en el jardín: se les podía ver por la ventana sonriendo mientras volteaban la carne y vigilaban las brasas. Fuese el día que fuese, ahí estaba el ritual diario de preparar, comer y cuidar.
Cocinar y comer en familia y en pareja siempre ha sido un acto religioso en mi casa, por eso a veces me extraña conocer parejas que practican el ateísmo o agnosticismo culinario. También conozco casos opuestos, gente excesivamente sensible respecto a los gustos ajenos. Un conocido no volvió a quedar con una chica porque no le gustaba ni la cebolla, ni el tomate, ni el queso —y por ese orden —: “Se pasó toda la cita poniendo cara de asco. No puedo tener una compañera de vida que no lo sea también gastronómica”, decía.
Seguramente casi todos hemos tenido una relación en la que el baremo alimentario estaba más bajo que las minas de sal de Wieliczka. La cosa fluctuaba entre el sandwich club de turno, la pasta con atún o la sopa de sobre. Y también casi todos hemos conocido a alguien que le echa ketchup al pisto, gente que le echa ketchup a la lasaña o gente que moja cualquier cosa comestible en leche.
Así que, ¿qué ocurre si no te gusta lo mismo que a tu pareja? ¿Si necesitas convocar un Concilio de Trento porque uno es concebollista y el otro sincebollista convencido? ¿Si uno es de sota-caballo-rey, fileteempanado-pastaboloñesa-pizzamargarita o polloalaplacha-elguisodemimadre y el otro es más de innovar? ¿Si uno está a régimen y el otro se siente sometido indirectamente? ¿Qué pasa, en definitiva, si la cocina es zona de conflicto?
Como en el primer lavado de un pantalón vaquero, la clave está en ceder algo, y en la adaptación. “Puede haber parejas cuyos gustos difieren pero es precisamente por esta apertura a la experimentación donde se pueden encontrar puntos en común donde descubrir y disfrutar de recetas propias. Siempre existen puntos de concordancia si se invierte el tiempo, esfuerzo y la voluntad suficiente”, nos cuenta la psicóloga Amaya Terrón.
Como ejemplo, Miguel -que es celíaco-, y su novia Laura (vegana), algo que lejos de ser una complicación, aporta cosas positivas a la relación. “A los dos nos gusta mucho comer, y ambos compartimos el sentimiento de placer cuando el otro encuentra un restaurante o un plato que puede comer y que está muy rico. En ese sentido entendemos la forma en la que disfruta el otro la comida y nos aporta mucha satisfacción”, cuenta.
El no-veganismo de Miguel, en este caso, no es objeto de pleito doméstico, aunque sí hay una pequeña dificultad: “Digamos que ella vive con la contrariedad de que el veganismo y eliminar el maltrato animal es algo muy importante en su vida y su pareja no lo secunda. Y yo vivo con la contrariedad de que entendiendo su forma de pensar y defendiendo que es absolutamente la forma más correcta y más coherente de vivir, y sabiendo lo importante que es para ella, no lo secundo. Pero no es para nada un obstáculo en nuestro día a día”, responde.
Según una encuesta del centro de investigación social y demográfico Pew, compartir las tareas de la casa está entre los tres principales puntos asociados con una relación exitosa, solo por detrás de la fidelidad y el sexo. Y cocinar en pareja contribuye a todo ello: se refuerza la tolerancia, se crea un equipo. “En general las actividades compartidas suponen un refuerzo en la pareja ya que suponen un conocimiento recíproco al tener que pensar en objetivos comunes, estrategias de actuación y compromisos personales. Teniendo en cuenta que la cocina supone no solo un espacio para el encuentro sino un tiempo de convivencia, entiendo que bien orientada puede resulta relajante, altamente cooperativa y el resultado suele ser bastante placentero o divertido en todo caso”, añade Terrón.
Seguramente por eso el de cocina en pareja que organiza la escuela Le Cordon Bleu, es “uno de los más demandados”, nos cuenta Carmen Soto García, responsable de Cursos Cortos de Le Cordon Bleu Madrid. “En una cocina profesional siempre se trabaja en equipo. Tiene que haber un código compartido, un objetivo común y una organización clara. En una pareja, además, juegan una serie de componentes psicológicos y emocionales en los que la comunicación es todavía más importante”, relata.
La idea es que cocinar sea un enganche con el que comunicarse y encontrarse. Y por lo que ellos observan en los cursos, cocinar en pareja es una experiencia fundamentalmente positiva, con algún que otro reproche cuando alguien ha visto demasiado MasterChef: “Las parejas que comparten su pasión por la cocina lo disfrutan siempre, aunque a veces hay conflicto en el reparto de tareas porque ambos quieren asumir el papel de chef. Sin embargo, hay parejas en las que sólo uno de los miembros es amante de la cocina y lo disfrutan mucho igualmente. Es un escenario agradable y muy divertido”.
Parece que cocinar (y comer) juntos puede ser parte de la receta –badabumdás, redoble de tambor- de una buena relación. Pero recuerda: las parejas que cocinan juntas permanecen juntas si también lavan los platos juntas.
Tarta de manzana al calvados con salsa de caramelo para cocinar entre dos
Ingredientes
Para la masa dulce:
350 g de harina
45 g de almendra en polvo
135 g de azúcar glas
180 g de mantequilla
75 g de huevo
Para las manzanas
4 manzanas Golden
1 cucharadita de canela en polvo
50 g de calvados
50 g de mantequilla
Para la crema del relleno
100 g de nata
50 g de huevo
20 g de azúcar
15 ml de calvados
Para la salsa de caramelo
200 g de azúcar
100 g de agua
250 g de nata
Además
Una cucharada de azúcar glas
Preparación
Preparar la base dulce mezclando todos los ingredientes de la base hasta conseguir una textura de masa manejable. Envolver en papel film y dejarla reposar 30 minutos en el frigorífico.
Estirar, encamisar el molde y cocinar en blanco 30 minutos a 160ºC.
Pelar y cortar las manzanas en gajos regulares, saltearlas en mantequilla y, una vez estén doradas, aromatizar con la canela y calvados.
Mezclar todos los ingredientes de la crema del relleno en crudo y reservar
Elaborar un caramelo con el azúcar y el agua, añadir la nata a este caramelo y reducir hasta obtener la textura deseada.
Rellenar la masa con las manzanas y la crema, cocer a 160ºC unos 30 minutos o hasta que esté dorada y apetitosa. Una vez cocida, espolvorear con azúcar glas.
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