La cervecería de Valladolid que se niega a tirar cañas normales desde hace más de 30 años
En la taberna El Irlandés, Jesús Maestre guarda botellas únicas, como una de la primera edición de la ‘Kasteel’ belga de 1989, valorada en más de 1.000 euros, que ofrece gratis a sus parroquianos
El Irlandés se llama el bar donde el químico Jesús Maestre cultiva y difunde la cultura de la cerveza para una clientela, a quien cataloga con el máximo respeto como “parroquianos” y que ha desarrollado paladar y gusto por esta bebida gracias a él. Este experto de prestigio internacional lleva a Valladolid, una ciudad históricamente más amiga del vino, marcas y estilos muchas veces inéditos en España. Maestre, de unos 60 años, que prefiere no precisar, ha convertido el local en su segunda casa, en uno de esos bares de autor considerados en peligro de extinción, según él, por el cambio de gustos de la clientela y los nuevos tiempos de la hostelería. “Un bar es el reflejo de su dueño y de su parroquia, como si el local lo absorbiera”, sostiene.
Suena música sinfónica y sobre las paredes verdes cuelga la más abigarrada colección de cachivaches cerveciles: chapas, placas, fotos de ilustres, cartografía cervecera, estantes con vasos dispares, carteles informativos, recortes antiguos de prensa o publicidad de Legumbres Luengo. El crisol de adornos se explica por el afán del propietario de adaptar el establecimiento a sus gustos personales y dejarse influenciar por sus fieles visitantes. Los grifos y los barriles que los surten, así como el contenido de las neveras repartidas por todo el garito, dependen, en cambio, del más puro criterio científico y cervecero de Jesús Maestre, siempre bajo una premisa: aquí no se dispensan “cañas normales”. Este químico de formación antes de especializarse en cerveza en Lovaina (Bélgica), también profesor de posgrados universitarios sobre elaboración de cervezas, guarda botellas únicas, como una de la primera edición de la Kasteel belga de 1989, valorada en más de 1.000 euros, pero ofrecida solo a sus parroquianos, gratis, para degustarla y departir sobre ella. Las propinas se destinan a adquirir variedades simpares y organizar catas para difundir la verdad sobre la cerveza, único producto disponible: ni refrescos, ni cañas al uso español, ni comida, “¡Ni vino en Valladolid!”.
A los clientes curiosos y a sus habituales les enseña unas fichas autoelaboradas para despejar cualquier calificación cervecera más allá de esta: tres tradiciones —a la izquierda y derecha del río Rin por obra de Carlomagno y el modelo de la Commonwealth británica—, 15 familias y unas 150 variedades, cuya presencia va rotando por el lugar. Varios de sus veteranos devotos han catado todas las posibilidades en años de rastreo por el mercado y alianzas con los proveedores.
Un panel en una de las paredes ilustra sobre el producto ofrecido: dice la marca, el país de origen, la variedad y el precio. Cada consumición tiene un abanico de precios en función de la cantidad y todo depende de la particularidad de cada una, pues pasan de entre 2,5 euros a 4 por tamaño la caña, entre 3,5 y seis euros para las pintas y, en algunas que se pueden tomar en mayores dimensiones, 12 euros el litro, aunque todo depende de la variedad. Las botellas de las cámaras frigoríficas también oscilan y pueden ir desde los 3 euros hasta el doble. Una Orval ordinaria de 33 centilitros cuesta en torno a los 4 euros y sube a 6 al tratarse de una edición anterior. Aquellos paladares con menos experiencia cuentan con las siempre socorridas cervezas afrutadas, con intensos sabores a frambuesa o coco, antes de lanzarse a tonos más elaborados.
El ambiente de El Irlandés invita a disfrutar de las decenas y decenas de opciones disponibles. Jesús Maestre adapta la carta a cada momento, pues considera “ridículo” ofrecer en meses cálidos opciones como la Winter Ale, propia de tiempos invernales. Aquí se mima cada detalle para satisfacer al cliente: la fuerza de los grifos se regula conforme a la presión atmosférica, varias veces al día si la climatología lo requiere, y se mira al cielo con pesar cuando hace calor porque repercute en la calidad de la cerveza. Cada variedad se sirve de una forma y a una temperatura, en ciertas copas y cierto ángulo, no siempre de una vez. “Para vender cerveza no hace falta ser químico, pero sí para valorarla”, reivindica, con su camiseta con dibujos de botellas, ante un arte que combina “biología, química e ingeniería” en todo el proceso, desde la recogida del cereal que la produce hasta al servirla. Así, reniega de las industriales y cita solemnemente al Boletín Oficial del Estado, donde se permite que para fabricar cervezas pueda usarse patata o arroz “a cascoporro”, según el cervecero, contra las tradiciones insoslayables de Alemania, donde se pregona la pureza con emblemas como la Bavaria Weitz, compuesta íntegramente de trigo “y la única del mundo sin cebada”. “¡Cómo se van a comparar con una cerveza que lleva 1.000 años haciéndose igual, ostras!”, proclama, ante la legendaria Weihenstephaner, siempre protagonista en su garito.
Un bar de autor
Su negocio fue el primero especializado en este producto en una ciudad como Valladolid, donde ha ido naciendo más competencia, muchas veces a cargo de viejos clientes o alumnos, lo cual él celebra por darle a la cerveza la relevancia que le corresponde. “El bar de autor está desapareciendo”, lamenta, porque los nuevos tiempos sepultan los lugares especializados tanto en productos como en temáticas en favor de otros más homogéneos para atrapar a todos los públicos. Él siempre tuvo fijación por esta bebida y en 1991 abrió en la calle de García Lesmes, antes de desplazarse hace unos años a Colmenares, más céntrica, pero con un local igualmente poco llamativo, a menos que se conozca su existencia. Solo un toldo verde con el dibujo de un arpa y el lema Irlandés en blanco sirve como advertencia.
Nunca ha necesitado publicidad, de hecho apenas existe huella digital sobre él, pues se basa en el boca a boca de su clientela, buena conocedora de a quién compartir este tesoro cervecero. Al propietario lo apodan “Jesús Irlandés” tanto en España como en Bélgica, cuyas abadías visita con frecuencia en busca de productos más inaccesibles por vías ordinarias. Alguna vez han acudido representantes de prestigiosas cerveceras para conocer el establecimiento, haciéndose pasar por turistas, y le han acabado confesando sus respetos por tratar tan bien a la cerveza fabricada a miles de kilómetros.
Los menos doctos en cerveza, reconoce, quizá no tengan aquí su sitio. “¡Cómo voy a abroncar a un paisano que pide una caña! Al despistado lo trato con educación y exquisitez”, responde ante las leyendas que sus propios clientes, jocosos, han difundido. El mejor consejo para novatos: dejarse orientar por alguien experto para ir abriendo boca y disfrutar en El Irlandés, o en cualquier cervecería de postín.
Irlandés
- Dirección: Calle Colmenares, 1. Valladolid.
- Horario: desde las 18 horas hasta la medianoche. Cierra los martes y miércoles.