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Columna
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Una ruta de tapas es una forma de gentrificación

Cuando se crean eventos artificiales de la nada, basados en fórmulas de éxito importadas, la identidad local se diluye y los lazos que atan a las comunidades se aflojan

Maria Nicolau
Maria Nicolau

Esa ruta de tapas en ese pueblo en el que nunca se han servido tapas es una forma de gentrificación.

Es domingo. No son ni las diez de la mañana y en el descampado detrás del colegio ya corretean una decena de pequeños grupos de vecinos. A mediodía, serán cuarenta. Cada grupo cocinará un guiso en cazuela a su gusto. En cada cazuela habrá la cantidad justa para alimentar a cocineros, familiares, amigos, y un poco más para repartir. Afanándose, andan arriba y abajo como hormigas obreras, entre coches y furgonetas mal aparcados. Trasiegan bombonas de butano, neveritas portátiles, garrafas de aceite, mallas de caracoles babeantes y madejas de metros de butifarra. A poca distancia, los operarios de la brigada municipal montan sillas y mesas en el pabellón polideportivo, a cobijo, por si llueve.

Jóvenes que una mañana de domingo como ésta la habrían pasado durmiendo la mona, a primera hora ya sofreían cebolla. Grupos de abuelas jubiladas que, como todo el mundo sabe, no disfrutan de lucirse con sus guisos, ni necesitan ser aplaudidas y homenajeadas, ni ansían sentir que lo que saben y hacen tiene valor y es digno de ser traspasado a las generaciones siguientes, dan consejos y responden a las dudas de los primerizos.

La asociación de inmigrantes magrebíes prepara un guiso de cordero, garbanzos y especias. Al lado, faenan los moteros de la liga del cerdo. A tres metros, los del club de rol, luciendo delantales negros decorados con lemas de Lovecraft, dudan de si echar ya el arroz o esperar a que la cebolla esté más tostada. Es la primera vez que participan en un sarao como este. De hecho, es la primera vez que hacen un arroz para tanta gente (aún no lo saben, pero quedarán terceros. Yo estaba allí y lo vi). Ninguna disciplina es capaz de atravesar de forma tan transversal una comunidad y movilizar gentes de intereses y edades tan dispares como la cocina. Además, funciona en cualquier marco. La escena anterior podría ser del Concurso de Cazuelas de Carnaval de Vilanova de Bellpuig, de 1.168 habitantes; del Concurso de arroces de Cassà de la Selva de hace quince días, o de la Xefla, el festival que se celebra mañana en l’Hospitalet de Llobregat, una gran ciudad de casi 300.000 habitantes.

En todos estos casos, como en tantos otros similares existentes en todo el país, el papel de las autoridades es, en esencia, el de proponer a las familias juntarse para celebrar en comunidad lo que antes hacían de forma dispersa o de puertas para adentro. El sentido de estas iniciativas es observar un fenómeno popular que ya existe, ordenarlo y facilitarlo, de manera que todo el mundo salga ganando. Las grandes bacanales populares no requieren de grandes dispendios presupuestarios, siempre son un éxito de participación, y su carácter festivo sólo aumenta su eficacia como herramienta de integración y estrategia de lucha tanto contra el despoblamiento rural, como contra los estragos del desarraigo, el individualismo y la soledad de la vida urbana.

Esas cazuelas cocinadas en compañía y degustadas en largas mesas comunales cosen pueblos y barrios. Alimentan no sólo los cuerpos sino los lazos vecinales, las relaciones entre generaciones y los sentimientos de pertenencia. Cada cazuela explica una historia. Compartiendo sal, consejos y chistes, o haciendo cola para recibir una ración de arroz, nos preguntamos “¿quién eres?”, “¿a qué te dedicas?”, “¿de dónde vienes?”. Quizá nos damos cuenta de que vivimos a tres calles de distancia o de que llevamos a los críos al mismo colegio. Es así como dejamos de ser nadies que viven o trabajan en un espacio delimitado por cuatro líneas en un plano y nos transformamos en vecinos. La palabra “compañía”, la acción de pasar tiempo juntos, viene del bajo latín companio: “el que comparte el pan”.

Cada “semana de los pinchos” en un pueblo donde nunca se han comido pinchos; cada “ruta de la tapa” en un barrio en el que nunca se han comido tapas; cada feria gastronómica artificial que se saca un ayuntamiento de la chistera, como un Frankenstein gastronómico creado expresamente para la ocasión, más que favorecer o promocionar la vida culinaria del rincón de mundo en el que se instala, lo que hace es desplazar y ahogar la gastronomía particular que sí existe.

Cuando se potencian tradiciones genuinas, éstas viven a través de la gente que las hace y las disfruta, y el turismo es un añadido que deja riqueza y que viene a gozar de un patrimonio histórico y gastronómico vivo y único. Cuando se crean eventos artificiales de la nada, basados en fórmulas de éxito importadas, la identidad local se diluye y los lazos que atan a las comunidades se aflojan. El turismo se convierte en el único motor del acontecimiento. El papel del vecino en estos casos queda reducido al de simple consumidor, y de él se espera que gaste o que se aparte. La fiesta muere cuando se queda sin subvención y deja, tras de sí, un solar vacío.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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