Ir al contenido
_
_
_
_
A GUSTO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La nueva ley contra el desperdicio alimentario: ¿una oportunidad desperdiciada?

La norma pone la lupa en los hogares y alerta de que sólo en 2020, los ciudadanos tiramos 1.364 millones de kilos de alimentos, una media de 31 kilos por persona

Ley contra desperdicio alimentario
Maria Nicolau

La semana pasada, el Gobierno de España aprobó la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, con el objetivo de “concienciar a la sociedad sobre la necesidad de disminuir el despilfarro de alimentos”.

El texto literal del anteproyecto de ley, uno de esos tochos farragosos que no se lee nunca nadie, empieza con un párrafo demoledor que expone que, aunque la actual producción mundial de alimentos es suficiente para alimentar a todos los habitantes del planeta, para millones de personas en todo el mundo el hambre es una amenaza real y una desdicha cotidiana. Según Naciones Unidas, 281,6 millones de personas sufrieron hambre aguda en el mundo en 2023.

Las cifras, a bote pronto, impresionan: un tercio de la producción mundial de alimentos se pierde o desperdicia, lo que equivale a tirar 1.300 millones de toneladas anuales de comida a la basura. La ley española pone la lupa en los hogares y alerta de que sólo en 2020, los ciudadanos tiramos 1.364 millones de kilos de alimentos, una media de 31 kilos por persona. Eso, sostiene el texto oficial con solemnidad, es un problema con graves consecuencias económicas, sociales, ambientales, y, sobre todo, éticas.

Ante la presentación de estos datos, es natural que el pensamiento del lector se deslice hasta la conclusión inevitable de que el hambre en el mundo es culpa de Mercedes, que tira la harina de rebozar boquerones y no aprovecha las mondas de las patatas para hacer caldo. La ley viene a concienciar a Mercedes.

Los entresijos del sistema alimentario global en el que estamos inmersos son oscurantistas y complejos, así que, para echar un cable a Mercedes, invocaré la figura, siempre afable, siempre dispuesta, de Antonio, el tendero del barrio, aquel que un día te vende una escarola magnífica y al siguiente te guarda una copia de las llaves de casa, por si las moscas.

Antonio es un señor con bata que regenta la frutería que heredó de su padre, y lleva siempre un lápiz detrás de la oreja. Mercedes es clienta de toda la vida, de paladar muy exigente. Hoy viene a por melocotones. Los ha visto en el expositor, bien dispuestos en una construcción piramidal. Si Antonio dejase a Mercedes servirse a su antojo, ella palparía y olería todas las frutas, y se llenaría la bolsa eligiendo los mejores ejemplares. Pero los árboles dan melocotones de todo tipo y condición, irregulares, unos más mustios, otros más turgentes. Antonio los compra por cajas que ha compuesto el payés de alguna huerta cercana, donde van todos mezclados, y todos al mismo precio. De modo que es él, siempre, quien llena la bolsa, y en ella pone unos pocos de cada clase. Así, el equilibrio se mantiene. Lo que se vende es lo que da la huerta, y el precio por kilo es justo para todos.

Con la aparición de los supermercados en los setenta, la figura de Antonio fue desapareciendo hasta llegar al borde de la extinción. Las grandes cadenas de distribución, donde realizamos cuatro de cada cinco compras de alimentos, eliminaron la figura del tendero e implementaron el autoservicio. En estos comercios, cada cliente compone su bolsa de melocotones. Y el cliente, en su bolsa, sólo quiere melocotones perfectos. Desechará todos aquellos que muestren manchas, golpes o grietas; y esto no es ni sorpresa ni problema para la gran superficie, que lo que hace es trasladar el problema al agricultor.

Sólo cinco empresas controlan el 55% de las ventas de alimentos en España, y uno de cada cuatro productos alimentarios se compran en una sola cadena: Mercadona. Gracias al músculo negociador que le da su envergadura transnacional, la gran distribuidora no sólo no comprará ni una sola fruta que no sea perfecta en los parámetros que la Mercedes más puntillosa decida, sino que lo hará al precio que le convenga. Ante este escenario, el agricultor puede elegir entre cambiar sus prácticas y cultivos y adoptar aquellos que resulten lo bastante intensivos como para bajar los costes y poder vender al precio que la corporación dicta, endeudándose por el camino, o quedar marginado del mercado, saludando a la entrada de melocotones del extranjero.

El año pasado, en Canarias se incineraron cerca de un millón de kilos de plátanos a la semana, para evitar una caída de precios ante un exceso de producción. La temporada pasada, en Cataluña, 390.000 toneladas de manzanas y peras se quedaron en los árboles, sin recoger, porque el precio de compra que dictaban las distribuidoras era menor que el coste de recogerlas, pagando salarios dignos. El drama de los limones alicantinos, cada año, es parecido; así como el de las pequeñas explotaciones familiares valencianas de naranjas. Castellón, en 2019, enfrentó la peor crisis del sector cítrico en dos décadas: un 30 % de la fruta se quedó sin recoger. Estas cifras son las que, sumadas, dan los 1.300 millones de toneladas de comida que se tiran anualmente: un tercio de la producción mundial. Pero la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario que acaba de aprobar el Gobierno español pone el foco en lo que Mercedes tira al cubo de basura que tiene bajo el fregadero.

Como la gran mayoría de políticas contra el despilfarro adoptadas por nuestros países vecinos, la nueva ley española se basa en el estudio realizado por la FAO en 2011 (BIO Intelligence Service, 2012), el más importante hasta la fecha sobre desperdicio alimentario. Fue un encargo de la Comisión Europea con el objetivo de recopilar la información necesaria para establecer directrices europeas comunes. El estudio consideró el papel jugado por cuatro sectores alimentarios: la fabricación de alimentos preparados, la venta mayorista y minorista, el sector de la restauración y el consumo en el hogar. En ningún momento a lo largo de ese estudio se incluyeron los desperdicios generados durante el cultivo, la producción o el transporte de alimentos desde su origen hasta el punto de venta. En consecuencia, el estudio concluye que el 42% del desperdicio de alimentos se da en los hogares, el 39% durante el proceso de elaboración de comida preparada, y un 14% en la restauración. En las grandes cadenas de distribución sólo recae el 5% de la responsabilidad.

Por si acaso fuese necesaria la aclaración: Mercedes somos todos. La nueva ley contra el despilfarro alimentario es fuerte con el débil y servil con el poderoso.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_