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Qué sería de la gastronomía española sin los arrieros

Durante siglos, estos transportistas abastecieron de alimentos a los habitantes más aislados de la Península e hicieron que llegaran al norte los ajos manchegos, el aceite andaluz o el pimentón extremeño

Pulpo 'a feira', del restaurante Carballeira, en Barcelona
Pulpo 'a feira', del restaurante Carballeira, en Barcelona.Antonio Ron

¿Por qué el pulpo a feira lleva pimentón y aceite, dos ingredientes que no se producen en la Galicia húmeda y fría? ¿Por qué en la ciudad aragonesa de Calatayud, tan lejos de la costa, se come durante la Cuaresma un congrio con garbanzos llamado a la bilbilitana? ¿Por qué en Castilla-La Mancha preparan tiznao, atascaburras o moje de sardinas? La respuesta al origen de todas estas recetas tradicionales, muchas de ellas propias de las largas abstinencias a las que se debía ceñir todo buen católico, está en el trabajo de los arrieros. De norte a sur, desde el siglo IX hasta bien entrado el XIX, la arriería abasteció de todo lo imprescindible —alimentos, cordelería, lana, seda, sal, vidrio, géneros de botica, tabacos o especias— a los aislados habitantes de la Península sin más medios que unas mulas, bueyes de carga e ingeniosos sistemas de conservación y transporte. Sin ellos, la mitad de nuestro corpus gastronómico no existiría.

Los arrieros, también llamados carreteros, muleros o traginers, comerciaban siguiendo una serie de caminos tortuosos de varias jornadas de viaje a lomos de animales, sobre todo, recuas de mulos, los únicos que podían transitar sin despeñarse. A veces, cuando se ensanchaba la senda, las enormes carretas tiradas por bueyes podían, incluso, llevar entre sus mercancías de carbón, troncos y congrios del Finisterre a viajeros que no hallaban otro modo de acceder a lugares aislados. La imagen de estas bestias cansadas y ruidosas aparece entre las páginas de El Quijote como parte del paisaje de aquellos tiempos: “Oyose asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrido áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan”.

El reguero de personas, animales y productos básicos fue incesante y propició que el norte dispusiera de sal y aceite andaluz, ajos manchegos, legumbres castellanas y, sobre todo, a partir de finales del XVIII, del valorado pimentón extremeño o murciano que conservó y tiñó todos los grandes chorizos españoles, ya sean gallegos, leoneses o asturianos. Fue esta nueva especia la base de las alladas, la salsa básica de ajo, aceite y pimentón que acompaña a los congrios y caldeiradas. Una salsa que hoy es símbolo de identidad culinaria, pero que está basada en el intercambio.

Caldeirada de merluza.
Caldeirada de merluza. Antonio Ron

Pero, de entre toda la pléyade de arrieros que convivieron por las antiguas sendas, muchos de ellos simples labradores que encontraron en este oficio una forma de ayudar en la economía familiar siempre paupérrima, fueron los maragatos los que dieron fama y lustre a esta institución por contar con el favor y los beneficios de las Casas Reales que confiaban a estos rudos emprendedores el honor de proveerles del pescado durante los días de abstinencia y ayuno que podían alcanzar, sin prerrogativa papal por medio, la mitad de los días del año. Lógicamente, era durante la Cuaresma cuando la cristiandad echaba los restos en cuestión de penitencias y ayunos. Desde la pobre escudilla de sopa escaldada con pan, ajo y sebo, la miga del pastor o la legumbre del labriego, todo quedaba desnudo de manteca y vestido de escamas.

La Maragatería fue también la responsable de la creación de una red de caminos cuyo trazado radial comunicaba la capital con los diferentes puntos del mapa, lo que mejoró mucho la distribución de mercancías, especialmente tras la llegada al poder de los Borbones en el siglo XVIII. Aún perduran la llamada Calzada Real, Carrera de Galicia, Camino Real o Camino Gallego que los arrieros compartían con los peregrinos, los soldados, los segadores, vendimiadores o pastores trashumantes que se desplazaban allí donde les llevara la suerte y la poca comida, que casi siempre había que compartir. De ahí el dicho “arrieros somos y por el camino nos encontraremos”, porque la camaradería era fundamental para sobrevivir en un mundo lleno de incomodidades y peligros. A ellos, a los mercaderes de entonces y a su necesidad de encontrar un plato caliente, cobijo nocturno y descanso para hombres y bestias, se crearon muchas de las ventas y ventorrillos que aún perduran. El maragato experimentado conocía tanto los servicios de postas como los lugares donde había neveros o cuevas de nieve donde colocar su material más delicado: el pescado fresco. Algunos enormes congrios salidos de Muxía, en A Coruña, dicen que llegaban intactos envueltos en paja hasta Calatayud donde serían intercambiados por el aparejo de los barcos que se construían en los astilleros artesanales de la localidad aragonesa, así como las sogas y cordajes que dieron fama a Calatayud en el siglo XV, según cuenta el autor de En Busca de lo auténtico (Ed. Trea), Francisco Abad Alegría.

Atascaburras manchego.
Atascaburras manchego. Antonio Ron

Toda una proeza que las pescaderías madrileñas y los nobles de la corte pagaban bien, por lo que el oficio fue adquiriendo cada vez mayor relevancia social, como indica la pervivencia de una fórmula gastronómica que lleva su nombre. Abad Alegría señala que la primitiva forma del ajoarriero que aparece en el recetario de Martínez Montiño (siglo XVII) se preparaba con un pescado que llegaba desde Flandes, el escotafix, un “extraordinario pescado que no lo hay en España”, al que había que aporrear para ablandar su carne y espinas endurecidas en sal. En esta vieja receta se freía cebolla en manteca, se majaba en un almirez el pimiento molido y se aligeraba con algo de leche. El cocinero y fraile aragonés Altamira lo guisaba con un poquito de agrio o vinagre. En Extremadura se le añade comino, guindilla y pan remojado, y el gallego Ángel Muro le echaba mucho ajo frito, pimentón, aceite y vinagre. Así, hasta llegar a día de hoy donde el ajoarriero ha ido cambiando su rústico aspecto por salsas de sofritos generosos con abundante cebolla y pimientos frescos de las huertas de Aragón, Navarra o La Rioja. Todo un ejemplo de que en la era moderna ya no se necesitan ni ajos ni prescripciones religiosas para sobrevivir.

Al arriero se lo llevó por delante el ferrocarril y la refrigeración. Aquella comida incorrupta que salvaba de la condena eterna, del hambre o de ambas cosas, ya no es necesaria, pero sí conveniente su recuerdo.

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