Un refrescante recorrido botánico por museos españoles para los días tórridos del verano
Hay muchas plantas y flores en las obras de las pinacotecas que merecen una visita: del ‘Bodegón del cardo’ en el Museo de Bellas Artes de Granada al minúsculo lirio azul en un cuadro de Rogier van der Weyden expuesto en el Thyssen
Llegó el verano. Las sombras en las calles se convierten en un bien preciado, porque los pasos irán en su búsqueda cuando se recorran los tránsitos cotidianos. Quizás, dentro de estos paisajes frecuentes, ciertas personas incluirán muy sabiamente las salas de los museos, que se convierten en un refugio climático de primer orden. Y se podrá deambular sin rumbo por ellas, para aprender y relajarse sin prisa, apreciando detalles botánicos muy bellos.
Por ejemplo, en el Museo de Huesca se puede descubrir un fragmento de una pintura mural adornado por un par de hojas de una hiedra (Hedera helix), coronadas por su fruto. Esta planta trepadora estaba fuertemente unida a Baco, el dios romano del vino y de la fertilidad, así que es habitual encontrarla en decoraciones de todo tipo en la Antigua Roma, así como en sus jardines. En los jardines contemporáneos, la hiedra también es una especie de lo más corriente, hasta tal punto que hay una infinidad de cultivares y de variedades distintas: con hojas más o menos grandes, más o menos recortadas, con hojas variegadas que se adornan con colores amarillentos o blanquecinos, además de distintos tonos de verde. En muchas obras de arte, la hiedra ocupa un lugar modesto, trepando por troncos de árboles o por muros.
En el Museo de Bellas Artes de Granada también se pueden encontrar muchos detalles botánicos preciosos. Hay uno que destaca por su sencillez y quietud: el Bodegón del cardo, del toledano Juan Sánchez Cotán, excelente pintor de naturalezas muertas. En una repisa pétrea, con fondo oscuro, se sitúan cuatro zanahorias —con colores antiguos, no solo anaranjados, sino incluso negruzcos—, justo al lado de un cardo con sus pencas recortadas, a la espera de ser cocinado. La sinfonía de tonalidades tierra, rosadas y blanquecinas del cardo merecen ser contempladas sin prisa, para valorar cómo Sánchez Cotán ha aplicado pacientemente cada mínima pincelada, trazando las acanaladuras de las hojas o las sombras de las hojuelas sobre las mismas pencas. En una de estas hay una gota aislada de agua, quizás de savia de la propia planta, que espera a evaporarse, como una de las gotas de sudor de la frente de uno de los visitantes que lo observan.
En Córdoba, una colección arqueológica guarda tal belleza que es imposible salir inmune a ella. Regresamos al mundo romano, porque entre las joyas del Museo Arqueológico de Córdoba hay un relieve con una guirnalda tallada que es puro virtuosismo. Esta decoración en mármol es del siglo I, y cobija un trío de plantas muy valorado por los romanos: las hojas y frutos de la parra (Vitis vinifera), el roble (Quercus spp.) y la adormidera (Papaver somniferum). Esta última participaba en las triacas, antídotos contra los envenenamientos y enfermedades compuestos por distintos ingredientes; la adormidera y el opio que se extraía de su fruto tenía una especial relevancia en ellos, por su mayor proporción con respecto a los otros componentes. En este relieve, los frutos de la adormidera recuerdan a cabezas de ajo, pero basta con apreciar su peculiar corona y la gola que acompañan al fruto para situar correctamente a esta amapola que ha librado al ser humano de tantas dolencias.
Hay un tríptico en el Museo de Bellas Artes de Asturias con un paisaje tan fresco como el de la propia comunidad. Se trata de una obra de Marcellus Coffermans: Virgen con el Niño, santa Catalina y santa Bárbara, pintada en el siglo XVI. En la tabla derecha, al pie de los ropajes rojos de santa Bárbara, crece un lirio de los valles (Convallaria majalis), una planta que se localizaba en muchas ocasiones cerca de los retratos de santas y de la Virgen. Con su aroma dulce muy potente, y su blancura nívea, era una ofrenda perfecta para simbolizar la virginidad de estos personajes religiosos. En Francia, cuando llega el Día Internacional de los Trabajadores, el primero de mayo, esta flor se regala profusamente entre amigos y familiares, con sus pequeñas campanillas perfumadas.
Hay un cuadrito en el Museo Thyssen de Madrid que es una miniatura delicada, una obra en la que las flores son tan pequeñas que, si se nos cayera una lágrima de la emoción por tanta belleza, esa gota sería capaz de regar todas las plantas presentes en ella. Es una pintura de Rogier van der Weyden, La Virgen con el Niño entronizada, creada hacia 1433. En la parte derecha hay un minúsculo lirio azul (Iris x germanica) con los mismos colores que el manto de la Virgen. Esta planta es una de las flores más representadas en la historia del arte, al ser un símbolo tanto de la virgen María como de la encarnación de Cristo. Y en los jardines ocupa un lugar de honor, tanto por la hermosura de sus flores como por la estética de sus hojas estrechas y verticales.
Para terminar este recorrido artístico y botánico, basta con caminar solo unos pocos pasos para llegar al Prado. Allí hay una tabla del taller de Jan van Eyck en la que es difícil de creer tanta destreza a la hora de representar las distintas materias presentes. La parte botánica no lo es menos, y, entre todas las especies, hay una que destaca por su abundancia: la fresa (Fragaria vesca). La sorpresa llega cuando se descubre que todos y cada uno de la treintena de los frutos de las matas de fresa tienen algo en común. Para descubrirlo, hay que fijarse de qué dirección proviene la luz en la obra. Viene del lado derecho, como se puede apreciar en las sombras que proyectan tanto la arquitectura como sus decoraciones. Bien, pues todos los frutos de las fresas también tienen el preciso golpe de luz en el lado derecho, aunque su tamaño sea mínimo, aunque la gran mayoría de los espectadores no repararan en ello nunca. El amor por el trabajo bien hecho es la respuesta a tanto detalle, incluso en los detalles botánicos.
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