Las cuatro estaciones (a la vez) están en el Museo del Prado
Para un jardinero, contemplar algunas obras de arte puede crear confusión en su cabeza. ¿Es posible encontrar flores de primavera y verano en un mismo lienzo?
En jardinería nos movemos al ritmo de las estaciones, como las plantas. Nuestros pensamientos y nuestras acciones transitan en pocos segundos entre el verano y la primavera o el otoño: “Ya no puedo podar el lilo (Syringa vulgaris) ahora en verano, esas yemas contienen la flor de la próxima primavera”; “debería encargar las raíces tuberosas de las dalias (Dahlia cv.), está terminando el invierno y quiero disfrutar de sus flores hasta el otoño”.
En el reloj del jardinero, las manecillas se ven sustituidas por distintos elementos vegetales a medida que los meses avanzan. En el invierno son las ramas desnudas, las yemas dormidas y las raíces las que marcan el tictac en el jardín. En la primavera, el devenir de los días trae pétalos y hojas, estambres y tallos verdes y frescos que se alargan bajo el sol y las lluvias. Si bien en los días más calurosos del verano la actividad de muchas plantas cesa, las flores no faltan, así como la progresiva maduración de los frutos, resultado de la fecunda primavera. En esas semanas del estío, los tonos marrones sustituyen a los verdes en muchos puntos de la península Ibérica. Y llega el otoño, estación en la que ya estamos. Pensamos entonces en la recogida de los frutos y en la coloración de los jardines, puesto que será pronto cuando las hojas teñirán las ramas y la tierra. Cada segundo que pase estará marcado por el vuelo de una nueva hoja que se acerca a besar la tierra sobre la que crecía, para formar parte de ella.
Hay creaciones humanas donde las estaciones zarandean a quienes las saborean. La poesía es capaz de enfriar y calentar al unísono al lector ávido de sentimientos, como en un invierno y en un verano. La música nos arrebata en pocos compases, y puede crear una alfombra de flores o traernos un olor a tierra mojada. Y en una pintura podemos descubrir reunidas varias estaciones en un solo cuadro.
Para un jardinero, contemplar algunas obras de arte crea una confusión en su cabeza. ¿Es posible encontrar flores de dos estaciones diferentes en un mismo lienzo? Sin duda, porque el artista escapa a las leyes del tiempo. En el Museo del Prado, en Madrid, se puede gozar de estos juegos temporales. Por ejemplo, en el Bodegón con florero y cachorro de Juan van der Hamen (1596 – 1631) vemos dos girasoles veraniegos florecidos a la par que dos tulipanes primaverales que asoman en la parte más alta del bodegón. En la lógica del artista, cuyas obras demoraban en verse completadas meses, o incluso años, era normal ir juntando las floraciones a medida que el calendario se comía los días.
Por supuesto, muchos pintores guardarían bocetos y apuntes de las flores que incluirían en sus obras para recurrir a copiarlos en el momento que los necesitaran. Estas incongruencias temporales también las vemos en los bodegones de Juan de Arellano (1614 – 1676), pintor cuyo taller se localizaba prácticamente en lo que hoy es la Puerta del Sol madrileña. En su Florero de cristal nos topamos con unos admirables narcisos amarillos (Narcissus x incomparabilis), heraldos de la primavera, por encima de las campanillas azules del dondiego de día (Ipomoea purpurea), que crecen al calor del verano.
Aunque no solo en los bodegones es donde se produce esta asimetría temporal. También en los paisajes podemos experimentar este asincronismo, como muestra Joachim Patinir (1480 – 1524) en su Descanso en la huida a Egipto. En esta obra, un maravilloso compendio de la flora de la actual Bélgica con más de una treintena de especies vegetales representadas, podemos atisbar el otoño en dos de los árboles que aparecen a la izquierda de la tabla. Tanto el manzano (Malus domestica) como el castaño (Castanea sativa) muestran sus ramas con frutos. En el caso de las manzanas no llegan a la docena, pero, por el contrario, sí que vemos una mayor abundancia de castañas. La mayoría de ellas aún están prendidas en las ramas, encerradas dentro de sus pinchudos erizos. Algunos se muestran semiabiertos, deseosos de dejar caer el fruto al suelo. De hecho, si miramos al pie del árbol, hallaremos varias castañas recién caídas, pintadas perfectamente, a la espera de las lluvias que las inciten a germinar.
La primavera es la estación a la que Patinir ha dado mayor peso en esta obra. La reconocemos por la celidonia (Chelidonium majus), justo en la esquina de la izquierda. Parece que ya lleva unas semanas fabricando sus flores amarillas de cuatro pétalos, como pone de manifiesto la presencia de varias vainas alargadas de sus frutos. Un poquito más a la derecha, al pie del manzano, una mata de fresa (Fragaria vesca) enseña su primer fruto, a la par que tres de sus flores. El saúco anuncia que el verano está cerca cuando sus inflorescencias blancas se asientan en sus ramas, como en el que crece al pie de la charca pintada por el artista.
El verano lo podríamos encontrar en la floración del gordolobo (Verbascum thapsus). Es fácil de reconocer al lado de la celidonia por su porte vertical, como un cirio. De hecho, su inflorescencia se quemaba para oficiar ceremonias como los funerales, a modo de vela. Pero si hay un color que pueda definir los meses del estío es el de los campos secos de cereales. A la derecha de la obra, representando el pasaje del milagro del trigo, vemos a esta gramínea salpicada con flores diminutas de rojas amapolas (Papaver rhoeas) y de celestes azulejos (Centaurea cyanus). Para descubrir el invierno será mejor esperar unas cuantas semanas más o buscarlo en otros cuadros. Mientras tanto, el otoño nos invita a disfrutar lo cálido de la vida, en sus colores y en sus puestas de sol.
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