El camino jardinero del Museo del Prado: los árboles, arbustos y flores más representados
En más de 130 obras expuestas en la pinacoteca madrileña aparece el ciprés y la rosa orna medio millar de pinturas. El roble, el laurel y la palmera datilera visten también los paisajes de docenas de cuadros
En un paseo cualquiera por un entorno en el que habiten las plantas siempre se podrá sacar un patrón de especies. Si recorremos un jardín del norte de España puede que en ese patrón dominen las magnolias (Magnolia spp.), las camelias (Camellia spp.) o las hortensias (Hydrangea spp.), por citar tres favoritas imperecederas de esos jardines. Si los pasos se dirigen hacia un bosque mediterráneo castellano, las encinas (Quercus ilex) urdirán la trama arbórea de base, para verse complementada por arbustivas como la jara pringosa (Cistus ladanifer) o la retama (Retama sphaerocarpa), allá donde el bosque se aclara o degrada. De esta manera, y con una mirada jardinera, las plantas de un lugar cualquiera se estructuran inconscientemente en una lista jerárquica, dominada por unas especies que se ven adornadas por las peculiaridades de otras plantas menos abundantes, como si se trataran de las guindas de un pastel botánico.
Una colección de arte también regala esta belleza vegetal, una vez que se estudia y se cultiva con tiempo y paciencia, con cientos y cientos de horas de observación y de cariño, al igual que se hace con un jardín. En el Museo del Prado uno se puede aventurar entre la floresta y el vergel, entre los arriates y las praderas, y sentirse exactamente igual que en medio de la naturaleza. Si se comienza por lo enorme, para después llegar al detalle, primero hay que mencionar a los árboles que pueblan las pinturas y los dibujos.
El que aparece en un mayor número de obras en el museo madrileño, en más de 130, es el ciprés (Cupressus sempervirens). De su madera están fabricadas las mismísimas flechas de Cupido. Una de las razones de su popularidad hay que buscarla en su inconfundible y esbelta silueta, merecedora de un diálogo constante y sereno entre la tierra y el cielo. Asimismo, es una especie muy cultivada en todo el arco mediterráneo desde la antigüedad clásica, constituyendo un hito en cualquier jardín desde siglos pasados. Tan codiciada era su anatomía por los artistas que en el Prado también es posible observar cipreses en obras del norte de Europa. En aquellos lugares, estos árboles solo crecen en las pinturas, ya que, en realidad, no resisten la extrema humedad de esas regiones. Así, creadores como el belga Joachim Patinir (1480-1524) salpican sus paisajes con cipreses, a veces un poco escondidos. Esta herencia mediterránea del ciprés se ve de igual forma acompañada del pino piñonero (Pinus pinea), un gran árbol que aparece hasta en una centena de obras del Prado. Al igual que ocurre con el ciprés, una característica silueta —en este caso, aparasolada— es la firma estética que deja en horizontes y paisajes de los cuadros del museo.
Para completar una tríada de grandes plantas por el número de obras a las que se asoman, el Prado se engalana con la elegancia de la palmera datilera (Phoenix dactylifera), un vegetal de porte arbóreo que surge de forma ubicua en lienzos, tablas, dibujos o incluso en monedas que custodia el museo. Es cierto que, en numerosas ocasiones, son solo sus hojas las que están representadas en manos de santos y otros personajes, como símbolo de martirio, de triunfo ante la muerte o de victoria militar. Los pintores flamencos también sienten una especial predilección por retratar a otro de los grandes árboles europeos: el roble (Quercus robur / Quercus petraea). La saga de artistas conformada por los Brueghel son un claro ejemplo de este amor por los robles, a los que vemos crecer en innumerables pinturas suyas, dejando constancia de uno de los característicos bosques de aquellas tierras. También la figura de los álamos (Populus spp.) y de los sauces (Salix spp.) surgen en docenas y docenas de obras, fieles acompañantes de los paisajes, a los que colorean con sus amarillentos y anaranjados al llegar el otoño.
En cuanto a los arbustos, el Prado y el arte se ven dominados por las hojas de una especie indispensable como es el laurel (Laurus nobilis). Sus ramas entrelazadas, formando una corona, son un símbolo de honor y de victoria, de inmortalidad, que se ofrendaba a emperadores romanos o a poetas, como ocurre en la obra El Parnaso (1630-1631), del maestro francés Nicolas Poussin. Pero son dos arbustos trepadores los que copan los puestos de honor como los más representados de su colección. E, incluso, en numerosas ocasiones se encuentran juntos en una misma obra. Son la hiedra (Hedera helix) y la parra (Vitis vinifera). Esta última es visible muchas más veces solo por su fruto y por sus hojas. La hiedra, en cambio, hace acto de presencia con su anatomía al completo en más de 200 obras, escalando por los muros de edificios y de ruinas, por las rocas, por los troncos de los árboles.
Este breve repaso por las plantas más descritas del Museo del Prado estaría incompleto sin mencionar sus flores. La reina de todas no podía ser otra que la rosa (Rosa spp. / Rosa cv.), que orna más de medio millar de obras del museo, con sus diferentes especies y cultivares, fruto de la cuidada selección realizada por jardineros y obtentores, por amantes de una flor llena de connotaciones simbólicas, de belleza y de aroma. Cabría citar, al menos, un par de ellas como las más populares entre los artistas: los cultivares de Rosa x alba y los de Rosa x centifolia. A esta última se la conoce como la rosa repollo, por su peculiar forma. A ellas se unen los claveles (Dianthus caryophyllus), los narcisos (Narcissus spp. / Narcissus cv.), los tulipanes (Tulipa spp. / Tulipa cv.) y las anémonas (Anemone coronaria cv) como las flores que más se asoman a las distintas creaciones artísticas expuestas. Sin olvidar la blancura de las azucenas (Lilium candidum) o la elegancia sencilla y humilde de las violetas (Viola odorata), que seguramente enamorarían con su perfume el corazón de los artistas de todos los siglos pasados. De esta manera, trazado someramente el camino jardinero del Prado, podemos apreciar aún mejor su belleza vegetal, su melodía botánica.
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