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Placeres de verano | Aburrirse: un nuevo derecho humano

En la vida diaria el tiempo puede ser el enemigo que avanza más rápido de lo que necesitamos. Atraparlo es imposible y pararlo, una utopía. En vacaciones, sin embargo, puede ser el amigo que pongamos a nuestro favor

Aburrirse
Podemos aburrirnos sin que luego se nos ocurra algo brillante, sin justificación alguna.Paco Puentes
Berna González Harbour

Aclaremos primero algo importante antes de seguir adelante: la libertad no es el horizonte cervecero que creó Ayuso en Madrid, pero se le parece bastante y por eso ganó las elecciones. Y hasta arrasó. Reconozcámoslo: Santa Isabel tenía razón.

Vamos a situarnos: estamos haciendo un ejercicio de asumir el espíritu de Susanita y no el de Mafalda, dejando de lado las grandes causas contra las dictaduras, la guerra, la represión y todas esas banderas que sabemos que nos deben acompañar, sí, pero que vamos a aparcar un rato. Y entonces será la hora de admitirlo: la libertad es tomarse una caña, es elegir a placer, la libertad es lo que podemos sentir de vacaciones cuando ningún horario oprime por arriba y por abajo nuestra santa voluntad. ¿Estamos de acuerdo? Bien, entonces seguimos. En esa libertad brilla una causa, una bandera que se nos ha ido arrebatando desde hace demasiado tiempo: la de aburrirnos.

Aburrirse. He aquí una palabra que parece molestar cuando llega como esa tía pesada que no esperábamos en casa; que desafía cualquiera de esas exigencias que nos imponemos de rendir, mejorar, cumplir y medir hasta el ocio; y que, en el fondo, se ha convertido en lujo. ¡Y vaya lujo! Aburrirse debería ser un derecho humano y hasta un deber, una obligación.

Podríamos incluso adornarlo: especular con que el aburrimiento acompañaba a Marcel Proust cuando una magdalena fue a parar a sus manos y emprendió su inmensa obra. O a Newton cuando una manzana le cayó encima y eso le hizo pensar en la gravedad. Pero no nos vamos a engañar. Seguimos en el papel de Susanita. Podemos aburrirnos sin que luego se nos ocurra algo brillante, sin justificación alguna. Una amiga recordaba cómo, en una larga tarde de verano tumbada en la playa, de adolescente, se dio cuenta de que su único pensamiento pendiente era elegir la ropa con la que iba a salir por la noche. Solo eso ocupaba su mente.

- Tal vez acababas de aprobar la Selectividad —le sugerí, para justificar rápidamente su inacción mental—.

- No, no. No había hecho nada importante —rio—.

- Tal vez estabas a punto de elegir carrera…

- Tampoco.

- ¿… de inventar algo?

- No.

- ¿… de escribir tu obra maestra?

- No.

- ¿… de tomar una decisión propicia gracias a tu mente descansada?

- ¡Que no! Al día siguiente solo iba a tener que decidir qué otro top ponerme para salir.

Eso es el aburrimiento. Eso es la libertad. Dejar pasar las horas haciendo el zángano sin que te apremie nada, estar con uno mismo y soportarse a gusto, muy a gusto, dejar la acción en barbecho, el territorio yermo, para mirarlo y solo entonces preguntarse: ¿Y ahora qué hago? ¿Qué top me pongo?

Claro que estamos hablando de un aburrimiento que parece estéril, improductivo y que podemos asociar con esas tardes largas de verano en que no había móviles, tabletas, televisión, en las que la abuela te obligaba a echar la siesta y los padres te prohibían bañarte mientras hacías la digestión. El espacio exterior —el jardín, la playa, el barrio, el parque, la calle— se acababa convirtiendo entonces en el escenario donde había que sobrevivir: si te aburrías, peor para ti.

Dicen que los tiempos han cambiado, que los niños encadenan hoy un campamento de verano tras otro, que les sobreestimulamos con actividades constantes de la mañana a la noche. Y que al grito de “¡me aburro!” reaccionamos histéricos como si fuera nuestra culpa, un fracaso.

En realidad, el nuevo derecho humano llamado aburrimiento podría recogerse en una especie de Constitución provisional de los placeres del verano y que desarrollaríamos así:

En la vida diaria, sin vacaciones, el tiempo puede ser el enemigo que avanza más rápido de lo que necesitamos. Atraparlo es imposible y pararlo, una utopía. En vacaciones, sin embargo, puede ser el amigo que pongamos a nuestro favor. Y entonces aburrirse será, sin ninguna duda, el mejor camino para no aburrirse. Ya lo veréis.

Cinco lugares donde aburrirse mejor

  1. La finca en la que Keira Knightley, sus hermanos y unos primos pesados pasan un verano tórrido en la película Expiación habría sido un sitio ideal para aburrirse si no hubiera llegado Benedict Cumberbatch a molestar. Verla es un plan.
  2. La España vacía. Cualquier pueblo semidesierto deja al descubierto casas derruidas, cuadras y pajares que merecen una buena tarde aburrida. Acabaremos reconociendo que la famosa España vacía, bien vacía está. Y, si no, As bestas.
  3. La casa de la abuela. Adivinar la historia de todas las fotos familiares y de los más horrendos cachivaches de recuerdo de viajes pasados puede dar mucho de sí.
  4. La siesta. Cuidado con esa siesta obligada porque suele ser a beneficio de quien la impone. Habrá que buscar la manera de burlarla.
  5. Los amigos obligados. Y he aquí un aburrimiento que puede infundir hasta terror si se repite de verano en verano: aguantar a esos odiosos hijos de los amigos de los padres con los que te obligan a jugar. Salvo que la hormona adolescente consiga el milagro de la repentina atracción. Que todo puede ocurrir.


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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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