Acompañando a pacientes en paliativos: “Más que miedo a morir, tienen miedo a los temas pendientes. A los rencores”
El programa de atención domiciliaria de la Asociación Española Contra el Cáncer cuenta con 145 voluntarios en Madrid que permite que pacientes y familias reciban compañía y apoyo emocional
Cada viernes por la mañana, David Mínguez deja a un lado su trabajo como economista y atraviesa Madrid con un propósito que poco tiene que ver con balances ni inversiones. Su destino ha ido variando con los meses, pero durante las últimas semanas aparcaba puntualmente su moto en el distrito de Puente de Vallecas. En un primer piso colindante con el Cerro del Tío Pío, le esperaba Domingo, un hombre de 89 años que vivía allí desde la década de los 80, cuando llegó a la capital procedente de Granada. Pese a apenas conocer al motorista que estacionaba debajo de su casa, Domingo aguardaba pacientemente su llegada para compartir un rato juntos. Una recién estrenada rutina que ambos agradecían y que no podrá continuar tras el fallecimiento del granadino, quien estaba en cuidados paliativos a causa de un cáncer. Mínguez llegaba para acompañarlo en los últimos pasos de su vida. Ahora tendrá que esperar unos días para hacer su propio duelo.
El lazo que ambos empezaban a tejer no surgió de manera espontánea, sino bajo el paraguas del programa de acompañamiento domiciliario para pacientes en paliativos de la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC). “Consiste en estar, escuchar, respetar, conectar”, explica Mínguez, que desde hace algo más de un año es voluntario en esta iniciativa. En su voz no hay dramatismo, sino la serenidad de quien ha aprendido a mirar de frente la fragilidad de la vida. “La gente que está en paliativos se enfrenta a la muerte, y cuando lo haces te das cuenta de cómo has vivido. Eso te enseña a vivir de otra manera para cuando llegue tu momento”, reflexiona.
Mínguez tiene 45 años, es de Guadalajara y vive en Madrid desde 2008. Hace algo más de dos años empezó como voluntario hospitalario, acompañando a personas ingresadas o que acudían a recibir tratamiento. “Llevaba tiempo queriendo hacer algo por los demás y nunca llegaba el momento, hasta que un día me dije: hasta aquí. Y empecé a priorizarlo”. Eligió la AECC dada la enorme incidencia de esta enfermedad —13.578 personas fallecieron por cáncer en la Comunidad de Madrid en 2024, según datos de la Asociación— y por lo “agresivo” de unos tratamientos que “dejan hechos polvo tanto a los pacientes como a sus familiares”.
De aquel primer contacto con los hospitales —salas de espera, tratamientos, largas conversaciones— dio un paso más allá. “Al principio, paliativos era un área que me daba muchísimo respeto”, confiesa. “No lo tenía en mente, pero hice una formación sobre el tema, me encantó y llamé a Laura —la coordinadora del programa— para decirle que quería participar. Acompañar a alguien en esa etapa es el mayor aprendizaje de vida que se puede tener”.
Laura Navarrete es la encargada de organizar a los alrededor de 145 voluntarios con los que cuenta la AECC para realizar estos acompañamientos a domicilio en la capital. “Hay pacientes que pueden dar un paseo, charlar, pero otros no. A veces acompañar es simplemente estar en silencio, leerle, poner música… Estar ahí para que la persona note esa cercanía. Eso ya es una labor inmensa”, explica sobre el trabajo de unos voluntarios cuyo perfil y motivaciones son de lo más variadas. “Tenemos jóvenes de 20 años y jubilados de 80. Algunos empiezan en otras áreas de la asociación y luego deciden colaborar en paliativos; otros llegan directamente porque han vivido de cerca un proceso así con algún familiar”.
Lidiar con el duelo
La implicación emocional que supone acompañar a alguien en su etapa final obliga también a los voluntarios a cuidarse. Por ello, cuando se produce el fallecimiento se toman un breve descanso (que suele oscilar entre las dos semanas hasta un par de meses) antes de volver a implicarse en otro caso. “Es importante que tengan ese tiempo para recomponerse y reflexionar sobre el trabajo que han realizado. No se trata de ir encadenando un acompañamiento tras otro”, explica Navarrete sobre un parón que, ahora, deberá afrontar Mínguez.
A lo largo de estos meses, él ha acompañado a tres personas: Onofre, Ricardo y, por último, Domingo. Cada historia ha sido distinta; también cada despedida. “Con Onofre, al ser el primero, estaba bastante nervioso y expectante por ver cómo era, en qué circunstancias se encontraba, qué actitud tenía… Tuve la suerte de que fue alguien encantador, muy abierto, con ganas de vivir y con una cabeza extraordinariamente asentada. Fue todo un placer, pero duró demasiado poco”, recuerda.
“Ricardo fue con el que más confianza tuve y con el que más tiempo compartí —cerca de un año—. Salíamos a pasear cada viernes y hablábamos de su juventud, de su matrimonio, de sus hijos y nietos… Nunca de la enfermedad, solo de la vida”. En esos paseos, el voluntario descubrió algo esencial: “La gente que se enfrenta a la muerte, más que miedo a morir, tiene miedo a los temas pendientes. A los rencores, a lo que no ha perdonado, a lo que no ha dicho… Lo que quiere todo el mundo es irse tranquilo”.
Por eso, cuando se le pregunta sobre qué ha aprendido, la respuesta es inmediata. “El perdón. La gente descansa cuando es capaz de perdonar. Aunque la otra persona no lo sepa ni haya ningún tipo de relación. Se trata de un proceso interno”.
Mínguez destaca que el momento de despedirse del paciente es especialmente difícil, además de poco previsible. “Es la crónica de una muerte anunciada porque sabes que va a fallecer, pero es duro. Cuando murió Ricardo no me lo esperaba, le veía bien y con ganas de vivir. En esos momentos piensas ‘por qué no una semana más’...”, confiesa Mínguez, que tampoco esperaba tener que decir adiós a Domingo tan pronto.
Ahora le tocará tomar esa pausa. Un parón necesario para que los voluntarios mantengan el equilibrio emocional que necesitan para realizar los acompañamientos. Una labor cuya clave está en intentar ayudar sin pretender dar consejos ni ofrecer soluciones: “Comparten contigo cómo ha sido su vida, su historia y lo hacen con una confianza diferente a la que tienen con un amigo o familiar que ya les conoce. Poder contar su vida desde cero es un desahogo enorme para ellos”.
Un apoyo para las familias
Cuando Domingo salía de su casa de Puente de Vallecas al paso marcado por Mínguez, que empujaba con calma la silla de ruedas camino hacia el parque del Cerro del Tío Pío, su hijo observaba la escena desde el portal. Lo hacía con una mezcla de serenidad y gratitud por el tiempo que el voluntario compartía con su padre, pese a no conocerlo de nada.
Para él, su presencia suponía también una forma de cuidar a su madre y su hermano, quienes vivían con Domingo hasta su fallecimiento. No solo al permitirles un pequeño descanso, también por el interés de Mínguez en saber cómo se encontraban y ofrecerles su ayuda.
Pese a que apenas se habían visto tres veces, la confianza entre paciente y voluntario era cada vez mayor. Durante sus paseos por el Cerro del Tío Pío, Domingo compartía los recuerdos que afloraban en el parque. Desde su construcción a mediados de los 80 hasta las carreras detrás de su perro cuando aún era un cachorro. También había espacio para rememorar el momento en que dejó atrás su Granada natal y cómo sus hijos han crecido y formado su vida en este barrio del sureste de la capital.
“Es un proceso, pero poco a poco se va generando esa confianza y fluye más la conversación. Domingo agradece poder salir a pasear y cambiar de aires”, detallaba Mínguez días antes del fallecimiento. Un agradecimiento mutuo, por lo que supone que una persona le abra las puertas de su casa a un desconocido para compartir con él la última etapa de su vida: “Me aporta mucho más de lo que doy, sin ninguna duda”.
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