En memoria de Javier Alau, arquitecto, enseñante, defensor de la arquitectura
Un hombre erudito, de vasta cultura, atento a las artes y comprometido a fondo con la sociedad
Para quienes tuvimos la fortuna de compartir buena parte de nuestra vida con el arquitecto Javier Alau Massa (Madrid 1947-2025), colaborando, viajando, conversando con él, no es tarea sencilla —pero sí es dolorosa— intentar evocar ahora, a grandes rasgos, su personalidad y su destacado papel en la cultura arquitectónica de nuestros días. Comencemos apuntando que Alau encarnaba el ideal del Humanismo: un hombre erudito, de vasta cultura, enorme e inteligente lector, atento a las artes y a la música, magnífico dibujante, comprometido a fondo con la sociedad y con todos los intentos para mejorarla.
Nada más titularse en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, en 1974, comenzó una carrera profesional marcada por un interés generoso —que duraría siempre— por la arquitectura y por la ciudad. Su afán por la conservación del patrimonio le llevó a colaborar, en la década de los ochenta, en los planes de protección de La Granja y de Trujillo; así como de la catedral de Cuenca.
En esa misma década, con Antonio Lopera, intervino en numerosos edificios históricos en Madrid: la restauración del Depósito Elevado del Canal de Isabel II (Premio Europa Nostra 1991), la rehabilitación integral del Museo de Ciencias Naturales, la remodelación urbana de la colonia de Los Almendrales; y en la sierra de Madrid, las iglesias de Navalafuente, Navacerrada y Prádena del Rincón (excelente intervención —e investigación— en el edificio románico).
Más tarde, en 1990, con los arquitectos Joaquín Aramburu y Luis González Sterling, fundó el estudio de arquitectura Árgola; al que perteneció hasta sus últimos días. En este marco realizó obras de nueva planta en Huelva (Estadio Nuevo Colombino, en Isla Cristina (Centro Cultural y Estación de Autobuses), así como numerosos Centros de Salud en la Comunidad de Madrid y en Castilla-La Mancha.
Por otro lado, en los años setenta, con Luis Miquel y Antonio Miranda, constituyó el Consejo de Dirección de Arquitectura, órgano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, en un período de especial relevancia en la vida de esta histórica publicación. Y, a partir de 1985, colaboró con A&V. Monografías de Arquitectura y Vivienda, dirigida por Luis Fernández-Galiano, componiendo la espléndida serie de portadas que caracterizaría la imagen de esta revista.
Como docente en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid tuvo una larga trayectoria. Desde su titulación, impartió clases en lo que ahora es el Departamento de Ideación Gráfica Arquitectónica. Y, más tarde —junto a Pedro Navascués, José Miguel Ávila, Valentín Berriochoa, Antonio Lopera y quien esto escribe—, puso en marcha el Máster de Conservación y Restauración del Patrimonio Arquitectónico. En éste ejerció una labor impagable: prorrogada, tras su jubilación, como profesor ad honorem. Las promociones de estudiantes que desde muy distintas partes del mundo han tenido la oportunidad de ser tutelados por él en el Trabajo Fin de Máster, nunca olvidarán su magisterio; tenía la virtud de sacar siempre partido de las ideas que aportaba el alumno en su proyecto, sorprendiendo a éste con ese su admirable dibujar de línea temblorosa.
Su vocación por el patrimonio se extendió en múltiples acciones: socio fundador del Club de Debates Urbanos, presidido por Ricardo Aroca; vocal de la Comisión de Cultura del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, en el período de decanato de Fernando Chueca Goitia; “activista” en muchas campañas en defensa del patrimonio arquitectónico de Madrid, también en su —tantas veces olvidada— dimensión del paisaje urbano.
El gran arquitecto, el gran enseñante de la arquitectura, el gran compañero y amigo murió en la tarde del 10 de agosto, festividad de san Lorenzo: acaso en sus últimos momentos —consciente y atento a todo como estaba— llegara a evocar, como coincidencia significativa, sus años de bachillerato en San Lorenzo de El Escorial, en el propio colegio agustino del Monasterio; aquellos años decisivos en la formación de su vigorosa personalidad, cuando aprendió a gozar de la arquitectura, de la música, de los jardines, del paisaje, de la belleza. Para siempre.
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