Emilia, la jubilada que movilizó a su pueblo para recibir a los migrantes
Una mujer de 71 años levanta un hogar en el pueblo toledano de La Puebla de Almoradiel en el que recoge a los emigrantes expulsados del centro de acogida de Hortaleza
El primer día, Emilia Lozano llegó a casa rascándose la cabeza: ¿dónde está Gambia?, ¿cómo será Camerún?, ¿con qué países hace frontera Guinea-Conakri? Desde que hace más de 50 años llegó a vivir al distrito de Hortaleza de Madrid, Emilia, de 71 años, siempre había visto a chicos con problemas, entrando y saliendo del centro de acogida que gestiona la Comunidad de Madrid frente a su casa. Pero las cosas comenzaron a cambiar en 2018, cuando el barrio empezó a estar frecuentado por jóvenes subsaharianos que apenas sabían hablar español. El centro estaba desbordado y aquellos jóvenes pasaban días enteros en el parque hablando entre ellos, caminando sin rumbo o, simplemente, sentados con la mirada perdida, sin hablar durante horas en una acera. Entonces comenzó a hablar con ellos: primero su nombre, su país, su familia y después donde está Gambia, qué se come en Camerún o cuáles son los equipos de fútbol de Guinea-Conakri… Cualquier cosa para acercarse a ellos.
El caso es que pasaba cada vez más tiempo con aquellos chicos. “Eran niños de 15 años que contaban historias terribles. Uno llegaba con los pies llenos de ampollas, otros lloraban y otros solo estaban en silencio. La mayoría no habían hecho más que sufrir desde que habían salido de sus países”, recuerda. Durante aquellas conversaciones, supo que muchos de ellos no habían vuelto a hablar con sus padres o les contaban historias distintas a lo que estaban viviendo. “Todo les iba bien, tenían amigos y se movían en coche cuando la realidad es que ni siquiera tenían una camiseta limpia para ponerse”. Un día de noviembre, subió a su casa a tres de aquellos chicos que nunca habían montado en un ascensor y les cocinó su comida favorita. A la semana siguiente, ya eran cinco y, unas semanas después, preparó la cena de Navidad para 15 personas en el salón de su casa, recuerda Luis Casillas, su marido.
Aquellos chicos desayunaban, comían y cenaban cada día en el centro de Acogida de Hortaleza, pero esta antigua casona gestionada por los Servicios sociales de la Comunidad de Madrid era solo un aparcamiento temporal desbordado mientras la administración buscaba una solución para ellos. “Vimos que allí no había formación alguna. Los chicos solo pasaban el rato, no había ocio y el lugar estaba muy masificado. También descubrimos que, al día siguiente de cumplir 18 años, se quedan en la calle sin papeles y sin saber siquiera español”, explica Emilia.
Un día frente a su portal, Emilia se encontró con Mohamed, que acababa de dejar el centro con 18 años y un día.
―¿Dónde vas a dormir?
―”Ven, que te lo enseño”―, dijo señalando un espacio entre los matorrales del parque.
―De eso nada. Ahora mismo te vienes a casa―, le contestó. “En la calle tú no duermes”.
Desde entonces, aquella frase, “en la calle tú no duermes”, es el mejor resumen de su vida reciente. Finalmente, Mohamed se quedó 20 días y, junto a una decena de vecinas que se habían unido a su iniciativa, una tarde de Reyes decidió fundar la organización Somos Acogida. Actualmente, la organización cuenta con 86 socios y un local prestado al que cada día acuden los migrantes. Allí, reciben clases de español, de informática, van a la piscina o de visita el centro de Madrid sin miedo a perderse o a tener que enseñar una y otra vez los papeles a la policía.
Emilia había dejado de trabajar hace algunos años y Luis, su marido, se acaba de jubilar. Los tres hijos se habían marchado de casa y el matrimonio solo tenían ganas de hacer las cosas que hasta entonces no habían podido: viajar con el Imserso, disfrutar de los nietos y pasar más tiempo en La Puebla de Almoradiel, el pueblo de La Mancha del que Emilia se había marchado medio siglo antes y al que solo volvía los fines de semana. Pero su casa de Hortaleza cada vez estaba más llena y cada vez había más y más chicos llamando su puerta cuando cumplían 18 años.
En uno de esos fines de semana en La Puebla de Almoradiel, Luis le comentó: “¿Has visto la cantidad de casas vacías que hay en el pueblo?”.
La cabeza de Emilia empezó a bullir y, pocos días después, explicó en la radio del pueblo lo que pretendía hacer. Y la respuesta fue inmediata. Al día siguiente, un matrimonio le dio las llaves de una casa de 180 metros cuadrados para que pudieran vivir en ella los migrantes expulsados del centro de menores.
Detrás de ellos, un vecino llegó con una lavadora, otro con una bicicleta, el carpintero con sus herramientas para reparar la cocina, el albañil con el cemento para adecentar el salón, un pintor se encargó del salón y otros dos vecinos más aparecieron con camas y sillones. Así, en pocas semanas, la idea fue tomando forma. Incluso “empezaron a ayudar desde pueblos de alrededor”, recuerda sobre aquellos emocionantes días de 2021 en los que ella y sus vecinos construyeron para aquellos chicos algo parecido a un hogar.
Esta tarde de agosto, en el salón de la casa, seis jóvenes de Ghana, Mali, Senegal, Guinea y dos de Gambia se refugian del calor viendo la televisión. Uno de ellos está más contento que el resto. Se trata de Diaio, de 20 años, que acaba de encontrar trabajo. Con 13 años salió de Guinea, pasó por Mali, fue maltratado en Argelia y explotado en Marruecos hasta que logró subirse a una patera con la que llegó a Canarias. Después de un rosario de centros de menores, terminó en Madrid, donde una tarde conoció a Emilia. El mes pasado comenzó a trabajar en una empresa y hace unos días recibió su primer sueldo. “Es una empresa de pladur y estoy esforzándome cada día para hacerlo mejor”, explica.
“En la casa todos llegan sin documentar y en la ONG tratamos de gestionarles los papeles mientras estudian la ESO, aprenden un oficio o hacen deporte”, explica Emilia. “Después, algunos se quedan a trabajar en el pueblo, en los polígonos industriales o se marchan a Madrid. Pero ya lo hacen con un correcto español que les permite buscarse la vida dignamente”, añade. Desde su puesta en marcha, por el centro han pasado 37 jóvenes y a Emilia se le ilumina la cara hablando de ellos: “Uno es fontanero, otro es jefe de tienda, otro electricista, dos mecánicos…”.
Su marido, que también aspiraba a una jubilación tranquila viajando con el Imserso, pasa ahora los días frente al ordenador persiguiendo papeles imposibles. Lo mismo consigue un antecedente de penales en Guinea-Conakri, que la apostilla de La Haya ―certificado de autenticidad―, que un certificado de buena conducta en Somalia. “Cada chico nos cuesta legalizarlo unos 800 euros. En cinco años hemos conseguido papeles para 20, un esfuerzo que consigue con aportaciones de los socios, amigos y conocidos y una ayuda del Gobierno de Castilla-La Mancha de 8.000 euros”, cuenta la pareja de Hortaleza.
Cada año por estas fechas, deben echar cuentas y siempre llegan al verano con los bolsillos vacíos. De hecho, la casa está preparada para ocho jóvenes, pero hoy solo pueden mantener a seis porque no hay dinero para más. Sobreviven con “milagros” como el de un empresario anónimo que les da 1.500 euros, una tienda de Lavapiés que aporta 1.700, una señora con ganas de ayudar que dona 600. Recientemente, el cantaor flamenco Israel Fernández se cruzó en sus vidas y organizó un concierto benéfico en el pueblo con el que lograron 2.000 euros.
En su recorrido anual, Emilia recuerda que una vez fue a pedir una ayuda al Gobierno de Madrid, pero le respondieron que la Comunidad no da subvenciones, aunque sí podrían ofrecerle un curso de perfeccionamiento en el voluntariado. De aquella gestión no esperaba mucho dinero, pero tampoco un chiste.
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