El profesor que convirtió un instituto de barrio de Madrid en centro de excelencia
José Antonio Expósito, director del reconocido IES Las Musas, se jubila tras más de 20 años en el centro público del distrito de San Blas-Canillejas, ahora referencia en toda España por su innovador programa educativo
Antes de que los casi 55.000 asientos del ya demolido estadio Vicente Calderón ―algunos rojos, otros blancos y otros tantos azules― pasaran a mejor vida, justo cuando el campo de fútbol del Atlético de Madrid se trasladó de Arganzuela a San Blas-Canillejas y pasó a llamarse Wanda Metropolitano, el club recibió una carta. Un instituto público del barrio, a poco más de un kilómetro, les daba la bienvenida al vecindario y les pedía 400 sillas de plástico de la vieja instalación para renovar las gradas de su pista deportiva. Desde entonces, los 1.500 alumnos del IES Las Musas se sientan donde antes lo hicieron cientos de miles de colchoneros. La rocambolesca idea fue del director del centro, José Antonio Expósito, de 60 años. Una de tantas, como tirar las paredes para que las aulas fueran de cristal, montar un programa de investigación para chavales de 16 y 17 años, organizar intercambios con Canadá o Moscú, que los alumnos debatan en el Parlamento Europeo o hasta contribuyan a la construcción de un nanosatélite.
Durante 20 años, primero como profesor y los últimos nueve como director, Expósito se ha dedicado en cuerpo y alma a transformar un instituto de barrio obrero, en pie desde los ochenta, en un centro de referencia en toda España, donde de los 1.217 alumnos que se han presentado a la Evaluación de Acceso a la Universidad (EvAU) desde 2010, 1.216 han aprobado, incluso con la mejor nota del territorio varios años. Solo ha suspendido uno, en el año de la pandemia. “Mi empeño siempre fue ofrecer a las familias una enseñanza de calidad para que sus hijos pudieran estudiar cualquier cosa. Decirles que pueden ser brillantes”, contaba en el que fue uno de sus últimos paseos por los pasillos que tantas veces ha recorrido. El director de Las Musas anunció su jubilación al claustro de profesores este jueves y unos días antes atendía a EL PAÍS en su despacho.
“Ser director de un centro es una entrega total, son preocupaciones, desvelos, atender a tal número de alumnos, padres y profesores que sobrecoge y asusta. Da vértigo. Todas las horas que puedas echar son pocas, te absorbe de tal manera que es como que si te fagocitara. Lo sientes como algo propio, tuyo, íntimo”, dice, pero cuando habla de dejarlo, se emociona.
Nada más entrar en Las Musas ―más vacío de lo habitual, muchos alumnos están de viaje de estudios― uno se da cuenta de que no es un instituto como los demás. Las aulas del primer y segundo piso tienen las paredes de cristal. Desde secretaría se puede ver lo que hacen los jefes de estudios, que, a su vez, tienen visión total de la sala de profesores. Es uno de los grandes proyectos de Expósito, derrumbar, una a una, y con lo que el ajustado presupuesto permita, las viejas paredes color crema, seña de identidad de todos los colegios construidos en los ochenta y noventa. “Se ve dónde se acabó el dinero”, comenta en la tercera planta, en la que todavía no han podido tirar los tabiques. Bautizaron la iniciativa como educación transparente y el objetivo, explica, es algo que debería ser la norma: que la escuela sea atractiva para los alumnos, en fondo y forma. “No puedes decirles que lo más importante es la educación y luego escolarizarlos en sitios mal iluminados, sucios”, dice.
Espacios “singulares”
“En España hemos optado muchas veces por una educación barata, donde con colocar a los niños ante un pupitre ya estaba. Un edificio escolar tiene que ser algo singular, que no se parezca a ninguna otra cosa, que atraiga, que sea un símbolo y no un edificio que podría ser mañana un convento, unas oficinas o un edificio militar”, señala. Mientras recorre los pasillos y enseña las aulas ―muchas con nombre de musas griegas, Calíope, musa de la poesía, Clío, de la historia, o Urana, de la astrología― recuerda cómo era el centro cuando llegó a sus puertas hace dos décadas. El patio o campo que rodeaba al edificio, cuenta, era “un estercolero”, lleno de basura, yermo y seco. Nada atractivo para alumnos, profesores y vecinos. Ahora, y tras llenar varios contenedores con desperdicios, dos mesas de ping-pong y más 300 árboles y plantas son el escenario a la hora del recreo.
Expósito, doctor en Filología Hispánica y experto en el poeta Juan Ramón Jiménez, nació y se crio en el Vallecas de los setenta y ochenta. En una modesta casa, delante de una escombrera y donde no había libros. En un barrio sin biblioteca, lleno de camiones que iban y venían a tirar la basura de otras zonas de la ciudad. Su padre, natural de Jaén, emigró a la capital de niño y no pudo estudiar. Empezó a trabajar siendo aún un crío y combinada dos empleos para sacar adelante a la familia, por la mañana conserje y por las tardes remendaba zapatos. Su madre, de Badajoz, tampoco terminó el colegio y fue planchadora hasta que nacieron Expósito y su hermano.
“Yo empecé la escuela en un piso. Era un colegio en una casa de vecinos. Subías por la escalera y había dos aulas”, recuerda. Más adelante abrieron un colegio al uso en el barrio y un profesor le enseñó lo que era la poesía. “Me salvó. Vivía rodeado de escombros, de barro, de feísmo a raudales, de mucha pobreza y de repente descubrí un texto de Platero y yo. Sentí la belleza como no la había sentido nunca”. Esa sensación, el querer encontrar lo bello, cuidar los detalles, han sido el motor del director para transformar Las Musas en lo que es ahora. Gracias a las becas y a que trabajó durante toda su etapa universitaria, pudo costearse la carrera. Nada más terminar, se presentó a las oposiciones de profesor de secundaria y aprobó.
“Los alumnos no defraudan”
El camino de Las Musas no ha sido fácil ni lineal. Hace unos años, todo apuntaba a que el instituto como tal desaparecería y solo quedaría como centro de FP. A unos 400 metros iban a abrir otro instituto e incluso ofrecieron a Expósito ocupar el cargo de director en ese nuevo centro. Dijo que no y decidió que pelearía por salvar a sus “musos”: “Una escuela que estuviese marcada por la calidad educativa, ese ha sido mi empeño. Porque si la escuela pública renuncia a ello, perdemos”. El resultado es que cada año la lista de espera aumenta y que las familias lo intentan durante varios años hasta que consiguen plaza, atraídos por la oferta singular de Las Musas. “Y los chicos no te defraudan nunca. Cuando depositas en ellos confianza, responden, porque los estás tratando como adultos”, dice el director.
Esa oferta incluye que los alumnos puedan escoger un proyecto de investigación en primero de bachillerato, de la temática que más les interese, y, con la colaboración de expertos del CSIC o del CNIO, lo presenten durante el último curso. También un proyecto de mentorización, en el que se asigna un profesor de refuerzo a cada niño con dificultades, intercambios con estudiantes de Canadá o Moscú, que 40 alumnos hagan un viaje anual a la Amazonía ecuatoriana o una editorial propia para publicar sus artículos, cuentos, poemas. Todo eso ha llevado a Las Musas a convertirse en “Escuela Embajadora del Parlamento Europeo” y el reconocimiento de Unicef como Centro Referente en Educación en Derechos de Infancia y Ciudadanía Global. Este sistema ha llamado la atención de otros colegios, a quienes Las Musas ayuda y tutoriza para implementar el modelo. Empezaron con cuatro institutos y ahora son unos 20, de Valencia, Tudela, Zaragoza, Jaén, Cádiz o Madrid, entre otros.
A pesar de los buenos resultados y las iniciativas novedosas, la Comunidad de Madrid no ha aceptado la solicitud de Las Musas de recibir la consideración de centro con aulas de excelencia. Pero Expósito está orgulloso de lo conseguido. “Chicos de barrio, que no pueden pagar un colegio privado de 800, 900 o 1.400 euros al mes y no por ello tienen peor formación. El ascensor social tiene que funcionar. Tenemos que potenciar la escuela pública para garantizar que los chicos que no tengan recursos puedan acceder a una formación sólida. Y no renunciar jamás a ello. Estar convencido de que desde una escuela de un barrio modesto se puede transformar el mundo”, defiende.
En mitad del recorrido por el instituto, un grupo de cuatro chavales, acompañados de la profesora, se acerca corriendo al director para enseñarle la camiseta que lleva uno de ellos. En letras negras se lee: “Soltero, comprometido, secretamente enamorado de José Antonio Expósito”. La última opción es la que está marcada con un tick rojo. Todos bromean y se hacen un par de fotos. Todavía no saben que su director deja el centro.
“Durante esta década hemos vivido, dentro y fuera de nuestras aulas, no La rebelión de las masas, sino la rebelión de las Musas. Estudiantes y docentes, guiados por una pedagogía poética, han conquistado la mejor calidad educativa. Juntos hemos soñado con cambiar el mundo. Lo conseguiremos, porque hoy se necesita más que nunca que las escuelas sueñen para que el país entero alce el vuelo”, dice a modo de despedida adelantada. Expósito lleva nueve años empezando los claustros con un poema y siempre supo cuál sería el escogido para su última intervención:
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
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