Cómo despensar todo lo que pensó durante el confinamiento
Las calles bullen como antes de la pandemia, aunque de otra manera. Todo parece lo mismo, solo que no lo es
Una vez hace casi un siglo, en 1932, en el viejo circo Price de la plaza del Rey de Chueca, se celebró un maratón de baile que duró 44 días. Empezó a principios de diciembre, en una época del año parecida a esta. Todavía no existía Cortylandia pero ya estaba abierta Doña Manolita y en la ciudad había esa agitación previa a la Navidad, cuando la gente, apelotonada en cafeterías, comienza a soñar que le toca el Gordo y la tarde, que se convierte en noche demasiado pronto, huele a café quemado y a castañas asadas.
La idea de aquella competición consistía en poner a danzar durante mil horas ininterrumpidas a todas las parejas que quisieran inscribirse para ganar un premio en metálico: solo se lo llevarían los concursantes que resistiesen hasta el final. Los madrileños podían asistir como espectadores a cualquier hora del día y contemplar aquel espectáculo que pervertía el sentido hedonista de las verbenas para regodearse en el hecho de que los participantes, que tenían terminantemente prohibido dejar de bailar, fueran perdiendo paulatinamente el brío y la alegría.
Si quieren, pueden ver las caras de los concursantes en una espectacular exposición que estará en el Canal de Isabel II hasta el día 23 de enero. Miran a la cámara de Alfonso, el fotógrafo que inmortalizó aquel Madrid de los años treinta que aún no sabía la que se le venía encima, y aunque fuerzan su mejor sonrisa, están derrengados.
Si quieren, después pueden ver la película de Sidney Pollack en la que se recrea uno de esos maratones, que llegaron a Europa porque se pusieron de moda en los Estados Unidos de la Gran Depresión. La gente en apuros económicos se apuntaba a tales concursos porque les ofrecían comida, aunque incluso para jalar no pudiesen detener el baile. Los espectadores iban porque aquel jolgorio siniestro les traía recuerdos de tiempos mejores.
El sábado por la tarde, al salir de la exposición, di una vuelta por el centro de la ciudad y las calles bullían como antes de la pandemia, aunque de otra manera. Todo parecía lo mismo, solo que no lo era. ¿No lo han notado también ustedes? Estamos tratando de encontrar de nuevo sentido a todo lo que claramente se reveló absurdo durante el año en que los estadios, los aeropuertos, los colegios, las tiendas, las oficinas, se vaciaron y ahora vamos en tropel a llenar las calles. Qué verbena tan rara. “Aquí no ha pasao nada”.
Compramos ropa, estrenamos calzado, pedimos cosas por internet, vamos de aquí para allá, subimos selfis, reservamos mesas, contratamos viajes. Leemos en la prensa que la gente está abandonando sus trabajos en masa, que en Austria confinan a la gente, que en Cádiz hay disturbios, que faltan microchips para los coches, que no hay Seagrams en los bares, que los antibióticos ya no funcionan. Buscamos en Google cosas como: “Crisis de suministros”, “superbacterias”, “Gran Dimisión”, “teletrabajo”, “cómo despensar todo lo que pensé en el confinamiento”. Volvemos a casa, hacemos palomitas, ponemos una serie, cogemos aire, cerramos los ojos, nos metemos la angustia por donde nos quepa y seguimos bailando.
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