Las distribuidoras de teatro: “Es como tener un montón de platillos e intentar mantenerlos”
La Asociación de Empresas de Distribución y Gestión de las Artes Escénicas señala que la figura profesional está desaparecida en la cadena de valor tras la pandemia
Susana Rubio, de 50 años, acompaña cada mañana a sus tres hijos al colegio. Luego, vuelve a su casa en el distrito de Hortaleza y enciende el ordenador. La bandeja de entrada de correo electrónico está repleta de mensajes. Tiene seis días para conseguir tres bolos en alguno de los municipios de la Comunidad de Madrid, que ha abierto el período de contratación para el primer semestre del 2022. “¿Has visto mi propuesta? ¿Te interesa?”, le pregunta al programador que se encuentra al otro lado del teléfono. La madrileña intenta colocar las obras de teatro de las compañías que asesora en el mercado. Según el último estudio realizado por la Asociación de Empresas de Distribución y Gestión de las Artes Escénicas (ADGAE), la figura del distribuidor está casi desaparecida en la cadena de valor de la escena teatral.
La exactriz se encarga de tres compañías de teatro contemporáneo, pero también lleva otros proyectos de manera intermitente. Entre ellas, se encuentra Club Caníbal. Rubio acompaña a los actores durante uno de sus ensayos en la sala del Centro Dramático Nacional, ubicada en el barrio de Legazpi.
Ella se encarga de gestionar los contratos, negociar el caché, elaborar la ficha técnica y ponerles en contacto con los técnicos y productores. Es decir, es el nexo que inicia la conversación entre la compañía de teatro y el espacio donde se exhibe la obra. “Es como tener un montón de platillos en los dedos e intentar mantenerlos”, explica la madrileña. Además de ocuparse de la venta de la función, hace de relaciones públicas en las ferias y asesora a la compañía. En su día a día, todo esto se mezcla: “Cierras contratos, vendes y estás en una feria. Todo a la vez”.
Según la profesional, el desconocimiento de su figura se debe a la autogestión de algunos proyectos emergentes. Aunque, advierte que no es tan fácil amortizar un espectáculo y poder vivir de ello: “Madrid es un lugar de escaparate maravilloso, pero económicamente no es tan rentable. Tras la pandemia, hay una producción tan elevada que no hay sitio para todos”.
El actor y productor Carlos Manuel Díaz cuenta que ha tenido que paralizar el estreno de su obra La trama porque no ha encontrado a ningún profesional que le lleve la distribución: “Llevan un retraso de casi dos años a medio gas y ahora empiezan a vender las producciones que estaban estancadas”. El productor ya tiene la preproducción hecha con texto de Rodolf Sirera. Después de barajar varias opciones, el actor ha decido dejarla en barbecho: “La función del distribuidor la puede hacer uno mismo, pero tienes que dedicarle 12 horas al día”.
Silvia Pereira, de 56 años, lleva tres décadas dedicándose a la distribución. La madrileña empezó en un bar de Carabanchel con una especie de pasquines en blanco y negro que se encuadernó ella misma para vender sus espectáculos. En aquella época, el Ayuntamiento de Madrid lanzó un circuito de cabaré por los bares de la capital, conocido como teatro de bolsillo. “La gente joven no iba al teatro, pero sí estaba en los bares. En lugar de llevar a la gente al teatro, llevaban el teatro a los locales”, cuenta la madrileña. Tras adentrarse en el mundo de la gestión cultural, abrió su propio negocio de distribución en el año 2000.
Territorio Violeta
Después de 18 años trabajando en solitario, decidió asociarse con su compañera Rosa Merás para crear Territorio Violeta, una empresa que se encarga de espectáculos relacionados con las mujeres y la igualdad. “Entre nuestras propias producciones y las de las compañías con las que ya trabajamos, estamos prácticamente repletas”, afirma la distribuidora que actualmente asesora a 12 compañías.
Pereira asegura que su profesión es muy bonita, pero muy antipática, tiene poco prestigio y está mal remunerada. El sueldo de un distribuidor de teatro oscina entre el 10% y el 20% del caché de la compañía. “Eso tiene que ver con que la mayoría seamos mujeres”, señala. Según datos proporcionados por ADGAE, entre los distribuidores asociados en la capital hay ocho mujeres y tres hombres. “Las mujeres estamos educadas en el papel de dar y cuidar. Siempre somos la parte que da, no la parte que recibe”, sentencia la madrileña.
Su compañera de profesión, Susana Rubio, coincide: “Los hombres son los programadores, los que tienen el poder y el dinero, es decir, los que contratan. Las mujeres somos las que estamos a expensas de que ellos nos puedan programar y las que cuidamos de las compañías”. Después del confinamiento, la trabajadora no pudo mantener el alquiler del local en la calle Menéndez Valdés, cerca del teatro La Abadía, del que recuerda con nostalgia su precioso ventanal.
Gracias a que se elabora los gráficos y estadísticas, la también socióloga sabe que el segundo trimestre del año será para ella el más potente. Sin embargo, entre junio y agosto no tendrá prácticamente ingresos. “Es un trabajo difícil en el que hay que invertir mucho tiempo y en el que no hay una remuneración grande”, concluye después de sorber el último trago de café y chequear por cuarta vez los mensajes en el móvil.
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