Periferia abandonada de la mano de Dios
El sur de Madrid concentra numerosos espacios baldíos entre municipios o bordeando las autopistas, territorios sin pasado ni futuro que van conquistando nuevos colonos urbanos
Hay poco que hacer. Las horas en el barrio acaban por superponerse, por ser siempre la misma, al menos en los recuerdos de un grupo de amigos que matan el tiempo con la mirada puesta en la M-40. Los cinco han descendido la ladera del parque, cargando mesas y sillas, hasta apostarse en el arcén de la circunvalación, que ondula con suavidad sobre Madrid sur. Ya sentados en su recoveco privado, contemplan un atardecer que hiere el horizonte, donde se fugan un sinfín de vehículos, de los más grandes a los más pequeños. Este improvisado mirador no es más que el terreno natural de rastrojos y señales de tráfico, una tierra baldía a medio camino entre el barrio de La Peseta, en la capital, y el de La Fortuna, Leganés. Quienes descienden hasta aquí buscan “despejar la cabeza”, advierte Pedro, un peón de la construcción en paro con 19 años.
Son colonos de los no lugares, espacio de paso —como los definió en los noventa el antropólogo francés Marc Augé— y despojados de expresiones identitarias. Se diría que nadie puede mostrarse ligado a tal o cual autopista, a este o aquel intersticio de la ciudad, salvo Pedro y los suyos, que reivindican un terreno periurbano y accesorio. Tanto que no existiría si los autores de la infraestructura viaria hubiesen proyectado aquí más carriles. Un agujero rasgado en la malla metálica que bordea el parque da acceso al arcén, tan solo separado del tráfico por el quitamiedos. Pedro reconoce los peligros que entraña este punto de reunión, a donde acuden casi cada día: “Es cierto que un coche podría matarnos si descarrilara, pero la vida está repleta de cosas que escapan a tu control. Lo que no se nos ocurre es molestar a quienes conducen o ponernos en riesgo adrede”.
Esa declaración responsable incluye un rechazo frontal al botellón. “Aquí solo se bebe agua y nada de fiestas”, apostilla otro de ellos. Sus buenas prácticas no impiden que los servicios de limpieza retiren con cierta frecuencia el mobiliario acumulado junto a la autopista. Sofás, pupitres escolares, sillas de plástico y taburetes de bar que aparecen a solo un metro de la brea para volver después al vertedero de donde salieron. Los vecinos de La Peseta, distrito de Carabanchel, han acomodado sus oídos al rugir de los motores. “Siempre está ahí, hemos crecido con ello”, relata Alberto Vilchez, mecánico de 23 años, mientras amasa un trozo de hachís con las yemas de los dedos. Y advierte: “Mirar las idas y venidas de los coches es hipnótico”. Una chabola en la que residen tres marroquíes, dedicados a la compraventa de chatarra, yace en el lado opuesto de la carretera.
Detrás de aquello está el polígono de Prado Overa, en Leganés, rodeado de parcelas rústicas que un día acogieron el mayor polo de economía sumergida al sur de la capital. Un ejemplo de chabolismo industrial del cual solo quedan los restos: toneladas de cascotes y muebles viejos se desperdigan a lo largo del kilómetro y medio que forma el camino del Prado Redondo. Una talla de la Virgen María asoma la cabeza por encima de tanto desperdicio. Raquíticos arbustos, tomillo y salvia, proyectan su sombra osada sobre la arena reseca. Se aproxima la figura de un hombre, apoyado en dos bastones de montaña, primer signo de vida humana en el umbral de la ciudad. Se trata de Carlos Lodos, japoperuano de 65 años, que cada día cruza varios términos municipales sin salir de una misma región. Se encuentra parado y en agosto anduvo 270 kilómetros. “Me recomiendan que haga el Camino de Santiago, pero eso cuesta dinero”, lamenta.
“Solo vengo mientras dure la luz del sol, no me atrevo a hacerlo de noche, este es un lugar abandonado de la mano de Dios”, opina el paseante. Baste con señalar el desaforado crecimiento de plantas de estramonio, venenoso pariente de las solanáceas, que nadie se preocupa de arrancar. Lodos conoce cada pedazo de este inhóspito cruce de caminos, con desvío bajo rasante hacia el cementerio de Carabanchel y un paso elevado que va a parar a la carretera de Toledo. Se le escapa, sin embargo, que tras aquella alambrada forrada de plásticos azules crezca un vergel a la vereda de la M-40. Es el huerto de Santiago, cerrajero jubilado de 72 años, que cosecha desde patatas y coles hasta pimientos del padrón. Cultivos que el Ministerio de Fomento le obligó a desplazar 25 metros, previo peritaje técnico, hacia el interior del arcén.
—Vinieron unos señores bastante antipáticos y dijeron que estaba demasiado cerca del tráfico.
Santiago rememora el episodio con recelo. Comenzó plantando una tomatera en esta tierra no urbanizable y arcillosa, donde antes había enterrado un centenar de neumáticos que retuvieran el abono, y un lustro después ha recogido en una sola cosecha 300 kilos del preciado fruto rojo. El hortelano de la autovía, sin embargo, se vuelve a Seseña. Un informático brasileño con pasaporte español, Mena Vasconcelos, de 26 años, heredará la empresa, que goza de cierta permisividad pese a contravenir la ley.
Uno y otro ultiman el traspaso con largas jornadas de trabajo, durante las cuales limpian el terreno y acondicionan la caseta a la que el más joven tiene pensado mudarse. Las paredes están recortadas de un camión frigorífico —“el mejor aislante que existe”, asegura Santiago— y las ventanas de aluminio se compraron al rey chino de la chatarra, con sede en una nave de Prado Overa.
Vasconcelos reivindica el reciclaje hasta en los gestos más cotidianos. Está empleado en horario nocturno, exigencias de la seguridad informática, por lo que puede dedicarse al huerto durante el día. Las negociaciones con la vida le llevaron, tras superar una depresión, a buscar dónde establecerse y fundar un hogar canino, su verdadero sueño. Entonces Santiago se cruzó en su camino y surgió la oportunidad de sucederlo al frente de una producción hortofrutícula muy asentada y que incluso demandan los restaurantes de los alrededores. El joven no lo dudó. Bien podría considerarse su actividad una apropiación indebida, pero los propietarios del terreno nunca lo han reclamado: a nadie parece molestar un puñado de verduras en mitad de la devastación. Vasconcelos sintetiza su propia teoría al respecto: “Estamos recuperando una zona degradada en la que nadie querría vivir”.
Otro espacio periurbano se abre paso entre Alcorcón y Fuenlabrada. Cuentan los oriundos que hasta los años sesenta esto fue un extenso campo de siembra, pero el sol ardió sobre el maíz durante meses, hasta que una línea marrón tiñó el perfil de las tiernas bayonetas. La cosecha malograda no pareció importar a los agricultores, que empezaban a tener noticias de futuras recalificaciones, y los cultivos de la conocida como Fuente del Alcalde se abandonaron de golpe. Los ensanches de ambas ciudades, sin embargo, dejaron fuera del régimen edificatorio este erial encuadrado por la autopista R-5 y la M-50. Los vecinos más próximos, residentes en las calles de Oceanía y de la Diversidad (Alcorcón), reclaman la renaturalización del entorno, pero este pertenece a Fuenlabrada. Mientras las administraciones se aclaran, José Barrado, de 73 años, seguirá sacando a sus cabras.
Nacido en Trujillo, Barrado mantuvo el instinto rural en la ciudad. Su empleo en la recogida municipal de basuras le permitió ahorrar y en los setenta compró tres cerdos, a quienes dedicó en mitad del descampado un corral que él mismo levantó y aún permanece. Después crio corderos —llegó a contar dos centenares— y tras la jubilación optó por los chivos, que considera más leales. “Dejé de pagar el derecho de paso a los dueños de estos terrenos cuando fallecieron y sus hijos los heredaron. Es posible que ellos no sepan ni que existo”, manifiesta poco antes de silbar al perro pastor. Suena lejano el zumbido de la autovía. Barrado prefiere morir rápido antes de que la salud o las autoridades le obliguen a renunciar al pastoreo. Entorna los ojos, le da una calada lo más honda posible al cigarrillo y señala unas torres de viviendas, diciendo: “Tengo tiempo, la ciudad avanza lento”.
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