Duelo
Seis meses después de la muerte de mi mejor amigo, sigo cogiendo el teléfono instintivamente para llamarle
La ciencia puede escanear el cerebro, “mapearlo neurona a neurona, contemplar su actividad en vivo”, explicaba la neurobióloga Mara Dierssen en una deliciosa entrevista de Manuel Jabois. Pero aún no lo sabemos todo. El cerebro, es decir nosotros, seguimos siendo, para tantas cosas, un absoluto misterio.
Contaba Dierssen que la memoria tiene varias fases y tipos (la automática, la “semántica”...); que a veces podemos manipularla y otras, nos dejamos manipular. Los recuerdos están influidos por las emociones y cuando se agarran a una de ellas tienen más posibilidades de resistir y no ser sustituidos por otros. Relataba la neurobióloga que, aunque a todos nos gustaría borrar experiencias negativas, no siempre es posible, porque “los malos recuerdos pueden tener un valor de supervivencia para evitar repetir errores o protegerse” y que, en todo caso, la idea de tener el control de nuestro cerebro y conducta es “muy posiblemente una mera ilusión”, porque la mayoría de decisiones se toman en el “modo no consciente” de funcionamiento de nuestra mente.
Seis meses después de la muerte de mi mejor amigo, sigo cogiendo el teléfono instintivamente para llamarlo. Quiero hablar con él cada vez que me pasa algo bueno o malo, cada vez que veo que algo que me encanta o me horripila, cada vez que algo me conmueve o me indigna y durante unos segundos mi cerebro olvida que ya no está. También hay un momento, cuando salgo de casa para ir a algún sitio a cenar, que pienso que va a estar en el restaurante cuando llegue y me alegro muchísimo porque tengo muchísimas ganas de verle.
Estaba en la base de Torrejón la mañana que aterrizó el avión militar que repatrió su cuerpo desde Burkina Faso, y en el emocionante funeral en su pueblo, Artajona, pero mi cabeza se resiste a almacenar esa información. Se autoengaña pensando que está, como tantas veces, de viaje y que en algún momento volverá para cuidarme, reñirme, hacer unas pochas —“para que comas bien”— e interrogarme hasta obtener el último dato sobre lo que he hecho y pensado durante todo el tiempo que no nos hemos visto.
Mi cerebro quiere llamarlo, alargar las maravillosas conversaciones que tuvimos, preguntarle dudas, hacerle reír, pedirle consejo y todas las semanas, durante unos segundos, me hace coger el teléfono con esa intención. Leyendo a Dierssen y pensando en David recordaba ese dolor fantasma del que hablan los amputados cuando sienten el daño en la mano o la pierna que ya no está. Imagino que todo eso debe pertenecer a esa parte que para los científicos sigue siendo un misterio.
Hay una memoria automática y otra que requiere un esfuerzo, cierto entrenamiento. Supongo que el duelo consiste en eso: adiestrar a la memoria para que se habitúe a la pérdida. El instante en que me traiciona y redescubro que no puedo llamar a mi mejor amigo es devastador, pero cuando yo lo manejo, mi cerebro también me permite reproducir mentalmente todos los recuerdos bonitos, como esas películas que nunca te cansas de volver a ver. Es una máquina compleja y misteriosa, pero no es cruel.
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