El don del botellón
Más allá de explicaciones sociológicas, a veces los jóvenes quieren emborracharse porque sí, como los adultos


Si la generación de mis padres se dio a la violencia política, la de mis sobrinos se está dando últimamente a la violencia hedonista. El fenómeno de los botellones que acaban en hostias es interesante: los artistas de las vanguardias históricas o los filósofos franceses de la segunda mitad del XX podrían producir textos provocadores sobre los flujos de deseo, el arte de la ebriedad o la celebración báquica y anárquica. No es la primera vez. Ya ha habido disturbios en Londres o París en los que la juventud vestida de Adidas no quería cambiar el mundo, sino asaltar una tienda de teles de plasma o pasarlo bien quemando un automóvil.
No es raro, es el signo de los tiempos: la desmovilización ideológica, la constante búsqueda del placer, el individualismo rampante, el agobio existencial, el futuro ausente. Los jóvenes de hoy no están rabiosos contra el sistema, sino resignados a aprovechar al máximo lo poco que el sistema les ofrece. El teenager está triste, perdido y beodo. Es que heredan un mundo que está hecho una mierda: a la adultez juvenófoba debería darnos vergüenza.
Pero somos hipócritas, le vendemos a la mocedad las mieles de los modelos de ocio alternativos y le reprendemos todo el rato, cuando el principal ocio nacional es el bebercio, presente en cualquier celebración y utilizado incluso para mesmerizar al electorado, como Ayuso, que nos ha dicho, además, que vivimos en la capital del libertinaje.
Dicen los estudiosos de la juventud que, sin embargo, la chavalería es ahora menos proclive al abuso de las drogas, que las sabe usar con más juicio: suele tener otros intereses digitales. El modelo de ocio nocturno de bar de copas está de capa caída entre los jóvenes, mientras vivimos una invasión de terrazas y gastrotecas para talluditos donde cenar algo, tomar una copa de diseño y enfilar la cama, todo muy civilizado, muy aburrido, y a precio de riñón.
Lo que parece que molesta es que los jóvenes ocupen el espacio público y beban sin pasar por la caja hostelera, que desmercantilicen la juerga. La fracasada Ley Antibotellón de Gallardón, más que erradicarlo lo ha concentrado, al tiempo que atenta contra la libertad de muchos adultos de tomar una cerveza al aire libre o comprar una botellita de vino para una cena al anochecer.
Cuando yo era joven, no hace tanto, disfruté mucho de los botellones, aunque no eran tan masivos como ahora. Cuando los adultos me hablaban de practicar otras actividades virtuosas en mi tiempo libre casi me daba la risa: yo no era un chaval sin inquietudes, de hecho, tenía muchísimas inquietudes, pero eso no era óbice para que desease con todas mis fuerzas salir el viernes, embriagarme, hacer el cabra, rozarme sin complejos con las demás personas. No despreciemos el don de la ebriedad como si solo fuera el fracaso de lo otro.
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