La Pájara, la cooperativa que planta cara a las plataformas de reparto de comida
Con cinco personas entre socios cooperativistas y trabajadores, apuestan por el reparto “ético y cercano”, la ecología y su experiencia en logística urbana a cero emisiones.

Sinsajo, Garza, Búho, Águila Calva y Mirlo. Suenan a personajes de dibujos animados premilenials, a Comando G, aquellos agentes secretos que en los años setenta desarrollaban tecnología en beneficio de la humanidad. Aunque lo de La Pájara es más ser bandada, algo de banda tienen. De martes a domingo Alexia, Toni, Martinho, Joaquín y Christian reparten comida a domicilio de 13.30 a 16.00 y de 20 a 23.00. Extienden los turnos un poco más los viernes y sábados, pero si la apetencia del cliente es de una hamburguesa a las seis y media de la mañana, no están disponibles. Es una de sus líneas rojas, por ahí sus ruedas no pasan.
Desde 2018 la cooperativa La Pájara funciona como alternativa local a las grandes plataformas de reparto digitales que sí aceptan entregar comida de madrugada, y lo que se tercie. En su web explican que han aprendido las condiciones precarias trabajando para Glovo y Deliveroo, que están construyendo un proyecto sólido y sostenible, desarrollando oportunidades de trabajo seguro y digno. Hacen bandera del decrecimiento para sobrevivir en la jungla urbana. Pedalean en Malasaña, Lavapiés, La Latina y distrito Centro en general, algunas zonas de Salamanca o Arganzuela, y pueden llegar a Usera y Carabanchel. Su radio de acción es hasta tres kilómetros de los restaurantes.
Se alegran de la entrada en vigor de la Ley de repartidores la semana pasada, aunque Mirlo/Christian sabe bien, que hecha la ley, ya se sabe.”El Gobierno, desde los ministerios de Industria, Trabajo y Seguridad Social pueden de sobra exigir y acceder a los datos de estas empresas, fiscalizarlas”. No se fía de que el texto de la ley por sí solo acabe con la explotación laboral, y exige inspecciones laborales profundas. No va desencaminado: Glovo ha anunciado que contratará a 2.000 de los 12.000 repartidores que tiene en España y el resto lo derivarán a subcontratas, como también hará Uber Eats.
El mensajero es un trabajo solitario. Los repartidores se relacionan con una aplicación y su algoritmo, no con personas o entre compañeros. En La Pájara funcionan de otra manera. Si Christian está en reparto, por ejemplo, Buho/Martinho (que todo lo ve, de ahí el nombre) gestiona los pedidos y monitoriza que vaya bien. Cuando el mirlo acaba, pregunta por la garza (Alexia), que también está en la calle, para ver cómo va su entrega. Se comunican y se preocupan unos de otros. Con dos o tres cubren de sobra la demanda, además. Actualmente dan salida a unos cien pedidos semanales. La eficiencia no está reñida con el cuidado. “La estrategia de las plataformas consiste en tener a mucha gente en la calle disponible que no está ganando dinero”, él lo ve cada día.
Además de diferenciarse en lo laboral cuidan mucho el producto, la red de restaurantes con los que trabajan. Han rechazado acuerdos con cadenas de hostelería, porque “no sentíamos que compartiéramos los mismos valores”. Echando una mirada a la lista de locales con los que colaboran y sus cartas, se puede ver que son proyectos de restauración con platos cuidados, que apoyan el consumo responsable y el comercio de proximidad. El reparto de comida actualmente supone el 50% del negocio de la cooperativa, que también funciona como ciclomensajería en bicicleta, apostando en Madrid por un modelo de logística urbana a cero emisiones.
Como buen ciclista, Christian ha dado un buen rodeo para llegar hasta aquí. Se hizo adulto en los años ochenta, siendo profesional liberal en el mundo del cine y audiovisual primero, y en el marketing y el sector editorial después, con el que se arruinó en los noventa. “Yo llegué a 2008 criseao de casa, ya me lo sabía”. Padre de dos hijos por aquel entonces, hoy ya cuatro, se arremangó tras una barra de bar donde aprendió que la gente valora que se les trate bien y que la comida, en cuanto salga de cocina, les llegue lo antes posible y si puede ser, con una sonrisa. Todo este aprendizaje se lo lleva en la mochila cuando se sube a la bicicleta. “Bueno, menos cuando llueve mucho, entonces la sonrisa me la ahorro, igual”, apunta.
Con 53 años confiesa su proyecto secreto, que en realidad no oculta a nadie: quiere ser el mensajero más longevo del mundo. Sabe que en Nueva York hay uno de setenta y pico y en Alemania otro de sesenta y muchos. Él quiere llegar a los ochenta. “La verdad es que estoy que crujo”, se ríe, y presume. “Nunca he estado más bueno que ahora. Me duele todo -confiesa un minuto más tarde- pero jamás he estado más sano”. Cuando tiene un mal día, el mirlo sale a trabajar. La calle le da la vida. Su cara es la antítesis de la imagen del mensajero explotado y agobiado por no llegar a un reparto.
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