Toni Cantuvo
Hay una cantidad de gente nada desdeñable en la capital que no se cree que en algunas televisiones autonómicas se hablan las lenguas vernáculas sin afán revanchista
Además de saber qué significa “luscofusco” y “Xabarín Club”, una de las muchas cosas buenas que tiene haber estudiado en una de las naciones históricas de España es que aprendes a reconocer perfectamente el nacionalismo cuando lo tienes delante. De este sexto sentido no gozan algunos -solo algunos- ciudadanos madrileños que, ensimismados en un centralismo que a veces resulta hasta entrañable, nunca han comprendido la defensa de un universo simbólico, unas costumbres y sobre todo una lengua que no sea la que ellos usan los sábados cuando salen de cañas por Chamberí o la que les hablan los camareros para hacerles la vida fácil cuando van de veraneo a las regiones periféricas, que existen el resto del año, no solo en verano.
Por eso creen que cuando hablan de defender “el español” solo están “siendo españoles” y no nacionalistas españoles. Hay una cantidad de gente nada desdeñable en la capital que no se cree que en algunas televisiones autonómicas se hablan las lenguas vernáculas sin afán revanchista (qué gozo era escuchar a Terminator decir en la versión doblada al gallego de la película: “Vai rañala raparigo” o a J.R. en Dallas: “Estás bébeda, Sue Ellen”); con frecuencia son los mismos que, aunque haga eones que nadie diga Orense si no es para joder, no acaban de asumir que usar el topónimo oficial, Ourense, no es un desdoro.
La oficina del español de España no puede verse como otra cosa que un burdo ardid nacionalista
En las regiones donde se han dado subvenciones a editoriales pequeñas para defender los idiomas minoritarios siempre ha sido fácil reconocer a los que quizá no estaban en la parte más progresista del espectro político. Eran los que decían que “ese dinero se podría gastar en cosas mucho más importantes”. ¿A qué cosas se referirían? En el caso concreto de Galicia tal vez a la Cidade da Cultura erigida por el fundador del PP, Manuel Fraga, en el Monte Gaiás, que costó más de 500 millones de euros y sigue prácticamente vacía. En cualquier lugar de España pasa lo mismo con las ayudas al cine: muéstrenme a alguien que las critique ferozmente y les enseñaré a alguien que estaría dispuesto a destinar esa pasta a un negociete para un colega.
Precisamente porque no hay argumento más rácano que ese de la pasta mal gastada, el problema de la creación de la nueva “Oficina del Español” anunciada la semana por la Comunidad de Madrid no es que destine 70.000 euros al año a que un actor sin interés por el cine y oriundo de una nación histórica defienda un idioma mayoritario de una amenaza inexistente. Dado que ya existe una institución formada esencialmente por señores que se dedican desde tiempo inmemorial a defender el lenguaje español y a corregir a los que dicen andó en vez de anduvo, la oficina del español de España no puede verse como otra cosa que un burdo ardid nacionalista. 70.000 euros al año no son nada en comparación con lo que puede costarle a este país de países azuzar guerras inanes a conciencia.
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