La resaca del siglo
Hubo una época en la que después de fiesta algunos se comían absolutamente cualquier cosa que les pusieran delante, y esto incluía unos tallarines cubiertos de tomate Apis sacados de un contenedor de basura
Una amiga cubana que tuve en mis años de estudiante me contó en una ocasión que a los jóvenes de su país, sin distinción de género, durante una etapa de sus vidas les mandaban a hacer una dura instrucción militar que consistía dejarles en el monte solos ante el peligro, noción que incluía la idea de buscarse qué comer. Aunque seguramente especificó todos los detalles logísticos que caracterizaban tal calvario castrense, ya que Sabela echaba unas parrafadas que hacían que a su lado Fidel Castro pareciese un hombre parco en palabras, no recuerdo cuanto tiempo me dijo que duraba aquello.
Lo que sí se quedó grabado en mi memoria es que pasaba muchísima hambre, pues en el “monte” cubano no hay grandes fieras depredadoras que puedan devorarlo a uno, pero tampoco mucho bicho que echarse al buche, a excepción de caracoles que, la verdad, no son tan repugnantes si se toman en forma de tapa en el Rastro y con resaca las mañanas del domingo, pero seguramente a calzón quitado bajo un sol de justicia caribeña no tengan tanta gracia.
Aunque en realidad yo hoy no he venido aquí a hablar de la mili revolucionaria ni de las mañanas de domingo en Cascorro, sino de las madrugadas del viernes y el sábado en la Gran Vía de nuestra ciudad, momento concretísimo en el que antes de que cambiasen los usos y costumbres del mundo algunos aprovechaban para comerse absolutamente cualquier cosa que les pusiesen delante y cualquier cosa incluía, por ejemplo, unos tallarines cubiertos de tomate Apis sacados de un contenedor de basura, que según me cuentan, eran una delicia que algunos mercaderes del lejano oriente ofrecían habitualmente a los clientes del Elástico, el Ocho y Medio o el Wurlitzer Ballroom.
Cuando el corneta tocaba retirada, estos finos restauradores sacaban sus manjares de los escondites más insospechados (cuenta la leyenda que algunas veces incluso las alcantarillas les servían como nevera) y hacían felices a los que venían de beber, bailar y morrearse, es decir, inherentemente ahítos, ofreciéndoles una manduca entre la cena y el desayuno que tiene un nombre propio: resopón.
Nótese que digo antes de que cambiasen los usos y costumbres y no antes de que comenzase la pandemia porque esta tradición de la que les hablo, la de entrar en la cocina de casa dando más tumbos que un muñeco de Subbuteo y poner en el fuego una lata de fabada Litoral, estaba ya en vías de desaparición antes de que nos invadiese el bicho. A las generaciones más jóvenes no les gustaba trasnochar porque nadie les dijo que en algún momento tendrían prohibido el acceso a la noche.
Sin embargo, a los que les precedieron, que vivieron en Madrid el boom de la alta cocina de autor protagonizada por grandes chefs como Sergi Arola, les encantaba poner a prueba sus estómagos y su talento culinario. He hecho una cuestación popular entre algunos miembros de aquellas generaciones disolutas y me he encontrado con gente que dice que en su recetario noctívago se incluían cosas como pasta carbonara fría, sándwich fantasma (elaborado con mayonesa o ketchup por todo relleno), sartén de patatas fritas calentitas, bocata de chorizo con un vaso de leche fría, porción de pizza del 7 Eleven de San Bernardo, barras de pan recién traídas de alguna tahona de barrio recién abierta, orfidales, guiso de calamares, cazón en adobo con su harina de garbanzo y todo y salchichas frankfurt crudas.
Mi amiga cubana me contó que después de haber pasado todo tipo de penurias en el monte, cuando por fin regresó a tierra civilizada, el primer plato de espaguetis que se comió le supo a gloria pura, porque ya se sabe que la mejor salsa es el hambre. Madrid recuperará este verano la posibilidad de trasnochar después de un largo año de ayuno y abstinencia. Hágame caso. Tenga la edad que tenga, vaya al supermercado ya a comprar todo lo necesario para cocinarse el resopón del siglo.
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