Droga dura
El móvil es un refugio perfecto para hacerse el sueco cuando alguien grita “¡Una ayuda! ¡Por favor!”
La línea de metro que cojo todas las mañanas tiene vagones continuos de esos en los que se pueden ver los asientos clonados perdiéndose hacia el fondo de la máquina como en un pasillo de espejos donde los pasajeros también somos copias, todos sentados exactamente en la misma postura: la cabeza inclinada, un teléfono inteligente en una mano, los ojos fijos sobre él.
Nadie habla en el trayecto, cosa que nos viene muy bien, pues se supone que articular palabras es una forma de despedir aerosoles cargados de virus. Tampoco nadie cruza miradas, ni siquiera cuando de regreso por las tardes pasa ese pobre hombre recitando desesperado, como un trovador de la desdicha, su retahíla de calamidades.
Si lo piensan bien, es verdaderamente prodigioso que existan ordenadores personales del tamaño de un misalito conectados a todo el conocimiento del universo. ¿Cómo no vamos a perder la noción de lo que nos rodea sumergidos en esa fuente ilimitada de saber y diversión? Admitamos también que esos aparatos nos vienen muy bien a todos para hacernos los locos cuando alguien grita “¡Una ayuda! ¡Por favor!”
La gente se ha quejado por el tiempo que hemos tenido que vivir confinados sin darse cuenta de que ya estábamos viviendo así”, dice Mirta
El viernes por la mañana iba consultando las noticias del día cuando en mi pantalla apareció un reportaje de Antonio Pérez en el que se rendía tributo al Mastropiero, la primera pizzería de Malasaña, esa a la que mi amiga Águeda me llevaba cuando yo aún no vivía en Madrid, ella aún no era madre y ninguna de las dos habíamos usado jamás el WhatsApp.
Es un local diminuto en la calle San Vicente Ferrer, con las paredes de azulejo (antaño fue una carnicería) cubiertas de pósters de grupos que tocaron en Madrid en los noventa y de sindicatos que dejaron de tener glamour mucho tiempo antes. Allí Mirta, una argentina que ya cuenta 80 años y lleva metiendo círculos de harina en el horno 40, te sigue regalando un delicioso chispún de dulce de leche que es droga dura cuanto terminas de comer.
Desde el interior de mi móvil, Mirta en persona decía: “Me espanta lo que veo. La gente se ha quejado por el tiempo que hemos tenido que vivir confinados sin darse cuenta de que ya estábamos viviendo así. Hay clientes que vienen al local y comparten pizza, pero no el momento porque no despegan la nariz de la pantalla. Cuando veo eso me acerco y les digo que aquí pueden besarse, acariciarse e incluso reñir un poquito si toca, pero que como se pasen el rato con el móvil les dejo sin postre. Obviamente es broma, aquí el postre lo regalamos a todo el mundo, pero me gusta hacerles pensar”.
Esas palabras, que me olieron a la masa recién hecha de la pizza de pulpo que era mi predilecta del Mastropiero, me emocionaron tanto que le mandé un whatsapp a mi amiga Águeda, quien contestó desde la ciudad en la que vive ahora: “Era mi lugar favorito del mundo. ¡Estábamos tan juntitos!”. Después seguí mi viaje. No dejé de mirar el móvil ni un solo segundo.
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