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SALTO DE FE
Columna
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Anestesia

Ver ‘La Isla de las tentaciones’ es contemplar el mundo de antes. Nunca la telerrealidad fue tan irreal, tan ficticia.

Margaryta Yakovenko
Imagen de la tercera temporada de 'La isla de las tentaciones'.
Imagen de la tercera temporada de 'La isla de las tentaciones'.Mediaset

Ríen. Se abrazan. Se restriegan los cuerpos mojados en las piscinas, en los jacuzzis, mientras la brisa de una isla tropical se les pega en el pelo. Las manos resbalan. Desfilan los besos (toda clase de besos), lenguas entrelazadas en la primera noche. Sin mascarilla. Sin gel hidroalcohólico. El único alcohol que hay disponible en la casa es el de sus copas cada noche cuando bailan bachata, salsa, bailes sensuales y sugerentes en los que los cuerpos se pegan como las lonchas de jamón de york mientras por los altavoces suenan las últimas canciones producidas para discotecas que no resuenan en ninguna sala.

Nosotros los miramos. En mi unidad familiar, compuesta por el hombre al que quiero y por mí misma, mirarlos es una actividad que sucede varios días a la semana y en torno a la cual edificamos nuestras rutinas de ocio. No nos perdemos ni un programa. No nos perdemos ni un debate. Ni un solo minuto de imágenes inéditas. Queremos verlo todo. Queremos la saliva y la sangre. Nos hemos suscrito a la app premium para poder ver la Isla de las tentaciones un día antes que el resto de los mortales. ¿Qué son cuatro euros al mes a cambio de entrar durante dos horas a ese paraíso?

Lo que de verdad queremos es la anestesia. Como en un sopor fentanílico, nos sentamos en el sofá dispuestos a contemplar el cortejo de playa y alcohol. Da igual que sus conversaciones no lleven a nada. Da igual que ni el hombre al que quiero ni yo hayamos actuado jamás de esa forma. Que ese ligoteo, la mayoría de las veces grimoso, nos parezca impostado, absurdo y artificial. Da absolutamente lo mismo porque en Villa Montaña y en Villa Playa no existe la caja b; los partidos no huyen de sus sedes por corrupción; no hay fascistas coreándole a la División Azul con el brazo en alto; no hay raperos encarcelados por cinco frases; no hay políticos faltando el respeto a sus compañeras por ser trans. No hay más de 500 muertos al día por un virus que lleva desde hace un año campando por el mundo. No hay nada de nuestra realidad.

Ver La Isla es contemplar el mundo de antes. El mundo previo al colapso en el que sí, bailábamos, en el sí, nos liábamos con cualquiera que nos hubiera hecho sentir algo la misma noche en la que nos veíamos por primera vez. Esos casi treinta concursantes son los vestigios prehistóricos de lo que éramos. Son la versión no evolucionada a base de desgracias incomprensibles de nosotros mismos. Por eso nos gusta verlos vivir. Simplemente existir en tumbonas con sus torsos musculosos y labios recauchutados, sus cuerpos sin estrías, sus caras destapadas. Nos hacen acordarnos de que una vez hubo otro tiempo mejor. Nunca la telerrealidad fue tan irreal, tan ficticia. No quiero ver más series ni películas, solo quiero ver a la gente vivir. Aunque sea en islas paradisíacas a las que nunca iré. Solo quiero que la anestesia dure un poquito más en mi cuerpo.

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Sobre la firma

Margaryta Yakovenko
Periodista y escritora, antes de llegar a EL PAÍS fue editora en la revista PlayGround y redactora en El Periódico de Cataluña y La Opinión. Estudió periodismo en la Universidad de Murcia y realizó el máster de Periodismo Político Internacional de la Universitat Pompeu Fabra. Es autora de la novela 'Desencajada' y varios relatos.

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