Llámalo como quieras
La edad adulta no comienza pagando facturas sino dándote cuenta de que, a partir de ahora, cualquier decisión puede ser irrevocable
Tengo que aprender a referirme con propiedad a la sensación constante de estar haciéndolo todo mal. No digas eso. No lo escribas. No te atrevas, siquiera, a pensarlo. Necesito saber por qué si la vida continúa, cada vez se parece más a una cárcel. Necesito que me expliquen por qué quiero salir corriendo y cambio de opinión cada cinco minutos. Por qué compro cosas por internet que cancelo a los veinte minutos. Por qué he acumulado más libros que esperanza de vida.
Le busco un nombre. A la pena aderezada con enfado, anidada en el pecho. Tiene que haber un nombre para referirse a ella. Algún diccionario debe llevar en su lista de palabras una que concuerde con la definición del estado anímico “que te hace escribir, borrar, reescribir, borrar, dudar” una columna. Tiene que haber un nombre para la culpa que sientes por cenar en un restaurante cerrado, por bajar la basura fuera del toque de queda, por darte un baño cuando las reservas del agua dulce menguan en todos los embalses del mundo. Eruditos del lenguaje, se os están quedando muchos sentimientos sin denominar. Tiene que haber un nombre para describir el recuerdo de la Rambla de Barcelona llena de luces y turistas. El recuerdo de ti, con unas cervezas encima y una sonrisa en la cara porque sabías que estabas aprovechando, aprovechando mejor que nadie, los últimos días de tu vida antes de hacerte mayor de verdad. La edad adulta no comienza pagando facturas sino dándote cuenta de que, a partir de ahora, cualquier decisión puede ser irrevocable. Cuando empiezas a ser consciente de que eres mortal.
Tiene que haber también un sustantivo para describir un campo fértil y llano tras la ventana de un tren que traquetea durante dieciséis horas. Necesito algo para nombrar lo que siento cuando, estando en la cama, intentando agarrar el sueño, implorándole que se quede conmigo, recuerdo la casa de paredes encaladas de mi bisabuela. La recuerdo a ella, con su pañuelo de flores en la cabeza, inclinada sobre un cubo en el que caen las mondaduras de patatas que está pelando para la hora de la comida. Tengo que poder nombrar las lágrimas que se quedan en mis ojos ante su recuerdo en mitad de la noche. Lágrimas estériles que nunca mojarán mis mejillas. Tengo que buscarle un nuevo nombre al duelo que se produce cuando no hay despedida ni funeral. Cuando nosotros, pobres humanos del siglo XXI, modernos seres bípedos con un móvil en las manos, incumplimos la tradición de enterrar, de llorar, a nuestros muertos porque nos han ordenado no viajar, no tocar. ¿Cómo llamamos a eso?
Tiene que haber un nombre para la pausa fuera de la ventana y la catálisis dentro del cuerpo. Tenemos que aprender a nombrarlo porque si no, no podremos superarlo. No sacaremos nada en claro, intentaremos borrarlo. Intentaremos volver a la vida de antes. No se puede entrar dos veces en el mismo río. La vida que teníamos no va a volver ni con las vacunas. Llámalo como quieras pero llámalo de otra forma.
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