El amor perpetuo
Probablemente para ella la pandemia dura solo los instantes del presente en los que se pregunta por qué sus manos huelen a alcohol
Les veo cada vez que voy a una cadena de cafeterías en la parte noble de Madrid. Yo voy un par de veces por semana, ellos creo que a diario. Les sirven sin pedir. Él viene siempre con el periódico (no este periódico así que jamás leerá esto) bajo el brazo. Ella, bien peinada, chaqueta a medida, la cabeza en otra parte. La demencia está echando raíces en su cuerpo senil. Dentro del cráneo, bajo toda esa nube de pelo enlacado, recuerda de pronto hechos que ocurrieron hace mucho. O, quizá, no ocurrieron nunca.
Se levanta cuando le apetece y se pasea erguida y coqueta por el local sin mascarilla ante la mirada desaprobatoria del resto de los clientes. Probablemente para ella la pandemia dura solo los instantes del presente en los que se pregunta por qué sus manos huelen a alcohol. Un fogonazo que se apaga como un sueño. A veces, sentada frente a su marido, grita frases cuando le vienen a la cabeza. De pronto le dice: “¿Recuerdas a Angelines? Íbamos a tomar café juntas pero se murió”. Él se lo confirma sin bajar el periódico: “Los dos, los dos. Su marido también murió”. Ella ya está en otra parte, a lo mejor en un recuerdo vivo de Angelines. Él le pregunta si quiere otro café.
Cuando les veo a ellos llegar a la cafetería, aun sin conocerlos siento que les guardo un cariño infinito. Imagino que su vida no será muy diferente a la de aquellos que son los míos
Cada vez que les veo, repiten el mismo patrón: se sientan, desayunan, él lee el periódico, ella rebusca en su memoria, él le lee el periódico en voz alta. Ella parece atenta mientras da pequeños sorbitos al café con leche. Su comportamiento me suena. Reconozco sus gestos, su súbita euforia ante un recuerdo, su irreverencia. Es la versión madrileña de clase alta de mi propia abuela que también sufre el mal del desvanecimiento de la memoria. No hace tanto, cuando le dije que había escrito un libro ella me contestó que habría que traducirlo. “Yo traducía libros en Moscú”, me aseguró mirándome con esa mirada en la que se mezclaba la infancia y la amnesia. Toda su vida había sido contable en una pequeña ciudad de la Ucrania soviética pero yo no tuve el ánimo de llevarle la contraria. A ella también la cuida mi abuelo. Le habla de las llamadas de su hijo desde España, le cuenta las noticias de la tele, limpia la alfombra cuando a ella se le ha olvidado dónde está situado el baño en el piso que ha vivido toda la vida. Quizá sea por eso que cuando les veo a ellos llegar a la cafetería, aun sin conocerlos siento que les guardo un cariño infinito. Imagino que su vida no será muy diferente a la de aquellos que son los míos.
Frédéric Beigbeder asegura que el amor dura tres años y que pasa por tres etapas muy definidas: pasión-ternura-tedio. Creo que lloraría si viera a esta pareja, si viera a mis abuelos, si viera que el amor puede ser perpetuo. Que el tedio puede ceder ante la ternura. Que el amor ni siquiera depende de los recuerdos. Esta semana, ese amor será el único que celebraré.
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