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Frédéric Beigbeder: “La mía va a ser una de las últimas generaciones mortales del planeta, lo que resulta un honor, pero también una mierda”.

El eterno enfant terrible de las letras francesas publica en español 'Una vida sin fin´, su gran obra crepuscular, más de 300 páginas dedicadas a la muerte y a la inmortalidad

No es un agente secreto, es un escritor francés que cultiva fresas en Biarritz.
No es un agente secreto, es un escritor francés que cultiva fresas en Biarritz.(Foto: Adrià Cañameras)
Miquel Echarri

Frédéric Beigbeder se recuerda con 30 años asomado al vértigo de la vida, “durmiendo con modelos guapísimas, probando todas las drogas, exprimiendo la noche”, renunciando a su rutilante carrera de publicista y escribiendo novelas viscerales, como El amor dura tres años o 13,99 euros, que hicieron mucho ruido y lo auparon al trono de joven turco de las letras francesas.

De eso hace ya 25 años, un cuarto de siglo que a este parisino de origen bearnés se le ha pasado en un suspiro. “Yo era un narcisista infeliz”, nos cuenta hoy en el Instituto Francés de Barcelona, al que ha acudido a presentar la edición en castellano de Una vida sin fin (Anagrama), su gran novela crepuscular, más de 300 páginas dedicadas a la muerte. “Si pudiese hablar con el Fred de 30 años, le diría, que se tranquilizase, que se quisiese un poco más, que la vida es una carrera de fondo y que no se llega a ninguna parte huyendo de uno mismo. Le diría también que maltratase un poco menos el cuerpo que compartimos y que es la herramienta que yo necesito ahora para seguir viviendo y escribiendo”.

Una vida sin fin parte de una de esas certezas irrevocables que a los 30 años no nos tomamos del todo en serio: todos moriremos algún día. La novela empezó a germinar hace cuatro años, cuando su hija menor le desarmó con una pregunta a bocajarro: ¿Papá, tú y yo también nos moriremos? “Lo cuento en la novela y ocurrió tal cual. Mentí como un bellaco, le di una respuesta que es el colmo de la inmadurez. Le dije que, aunque es cierto que la gente se viene muriendo desde el principio de los tiempos, ella y yo viviríamos para siempre”.

“Se cruzarán todas las barreras morales concebibles, por supuesto. Como ha hecho siempre la gente asquerosamente rica”.

En cierto sentido, su libro es el intento de justificar esa mentira no del todo piadosa. “La conversación con mi hija despertó mi interés por lo que llamo la ciencia de la inmortalidad. Transfusiones de sangre, secuencias de ADN, células madre, transhumanismo… Identifiqué hasta ocho campos del conocimiento científico en que la inmortalidad o, al menos, una vida mucho más larga que la actual, parecen ahora mismo un horizonte plausible”. Novela de ciencia no-ficción, con retazos de autobiografía y de crónica periodística, Una vida sin fin narra un periplo de año medio por lugares como Jerusalén, Nueva York o Ginebra, a los que acude para entrevistarse con los gurús de la inmortalidad, científicos capaces de reprogramar nuestras células, implantarnos un nuevo estómago hecho con una impresora 3D o hacer uso de la inteligencia artificial para transformarnos en una insólita fusión de hombre y máquina.

“Les propuse convertirlos en personajes de una novela a cambio de que compartiesen sus conocimientos con un completo profano como yo. Muchos de ellos, supongo que los más locos y los más curiosos, aceptaron entrar con el juego porque se sienten como debió sentirse Cristóbal Colón: han descubierto América, se han asomado a una nueva realidad asombrosa y necesitan compartir su descubrimiento con el resto del mundo”.

Antes, Frédéric Beigbeder, usaba las gafas de sol para ocultar las resacas. Ya no le hace falta.
Antes, Frédéric Beigbeder, usaba las gafas de sol para ocultar las resacas. Ya no le hace falta.(Foto: Adrià Cañameras)

Tras entrevistarse con ellos, Beigbeder llegó a una conclusión inquietante: “Voy a llegar tarde a mi cita con la inmortalidad”, deja caer con humor corrosivo, “los que lleguen en buen estado de salud a 2050 vivirán hasta los 300 años o ya nunca morirán, pero la mía, la de los nacidos en los sesenta, va a ser una de las últimas generaciones mortales del planeta, lo que resulta un honor, pero también una mierda”.

La novela fue un éxito editorial en Francia, pero su autor lamenta que apenas generase un verdadero debate. “Supongo que mi reputación de escritor kamikaze hace que resulte complicado que me tomen en serio”, bromea, “pero tarde o temprano tendremos que dar una respuesta a las cuestiones éticas, científicas y políticas que planteo”.

“Ahora vivo en el campo, cerca de Biarritz, en una casa rural con jardín. He optado por una vida familiar, lejos del ruido y en contacto con la naturaleza”.

Por ejemplo, si las terapias de rejuvenecimiento por transfusión sanguínea convierten la sangre de los jóvenes en una valiosa mercancía, no cabe duda de que los ancianos multimillonarios estarán dispuestos a gastarse auténticas fortunas en acapararla. “Y cruzarán todas las barreras morales concebibles, por supuesto”, añade Beigbeder, “como ha hecho siempre la gente asquerosamente rica”.

Aunque el debate principal tal vez sea si merece la pena perseguir la inmortalidad individual a través de la ciencia cuando es el futuro de todo el género humano y del planeta Tierra lo que está en peligro. “Muchos de mis interlocutores insistieron en esta cuestión”, concede el escritor, “estamos embarcando en un pulso frenético por ver quién sobrevive a quién, si el planeta es capaz de librarse de nosotros o si acabamos destruyéndolo y emigramos a otra galaxia llevándonos nuestro instinto depredador”.

Desde que escribió Una vida sin fin, Beigbeder ha experimentado profundos cambios vitales. “Ahora vivo en el campo, cerca de Biarritz, en una casa rural con jardín en la que cultivo mis propias fresas. Pronto tendré mi propio huerto de cítricos. He optado por una vida familiar, lejos del ruido y en contacto con la naturaleza”.

No se arrepiente del hedonismo de sus años salvajes (“la única forma de remordimiento que conozco es la resaca”, nos cuenta), pero sí ha llegado a conclusiones que no hace mucho le hubiesen parecido inaceptables: “Los jipis tenían razón. Ya hace 60 años que plantearon la necesidad de llevar una vida más simple y auténtica”.

“Al Beigbeder de hace 25 años le diría también que el reto no consiste en vivir para siempre, sino en vivir con plenitud y envejecer de manera digna”

Ha abrazado una nueva filosofía política que define con humor y sin tapujos como fascismo verde: “¡Hay tantas cosas que prohibiría! Siempre he defendido la libertad, pero ha llegado un momento en que nuestras elecciones cotidianas nos llevan al desastre. ¿Por qué las botellas de agua que acaban de traernos son de plástico? ¡En 2020! Como consumidores, podemos hacer activismo político y castigar a través de la cesta de la compra a las empresas que se comportan de manera irresponsable, pero no soy ningún ingenuo: he sido creativo publicitario, sé perfectamente cómo nos manipulan y que somos demasiado frágiles psicológicamente para resistirnos a la compulsión de consumir y de ganar dinero. El cambio de hábitos que necesitamos debe imponerse por ley o no se producirá nunca”. Son las conclusiones de un hombre que tiene tres hijos y que, por tanto, siente la responsabilidad de trabajar por el futuro: “Sencillamente, no puedo permitirme el lujo de ser pesimista”.

Sus hijos tal vez llegarán a conocer la inmortalidad, pero él intuye que el precio a pagar será “dejar de ser completamente humanos para convertirse en otra cosa”. ¿No vale la pena? Al Beigbeder de hace 25 años le diría también “que el reto no consiste en vivir para siempre, sino en vivir con plenitud y envejecer de manera digna”. Lo que las células madre no pueden hacer por ti tal vez puedan hacerlo “el amor, la familia, el activismo, la filosofía…”. O la literatura, esa inmortalidad de bolsillo. “Aunque tampoco me hago grandes ilusiones en ese sentido”, remata jocoso Beigbeder, “me conformaría con que mis libros me sobreviviesen 20 años".

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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