La algarabía del toque de queda
Momentos antes de la hora de cierre y reclusión, la ciudad hierve
Señores, perdonen, tenemos que ir recogiendo que son las nueve menos veinte. ¿Ya?, pero si queda un rato. Eso, podemos tomar otra, aunque sea del trago. Lo siento señores, no es por nosotros, es por la ley. Los camareros apilan las sillas de las terrazas formando columnas que parecen robots con cifosis. Las farolas tiñen las calles de amarillo y el cielo tiene ese color violáceo del que solo se salva alguna estrella. Es viernes, va a llegar el toque de queda y hay un extraño ajetreo en las calles.
Uno con sombrero y guitarra canta Pereza y otros éxitos del pop rock español en la esquina con Gran Vía. Las masas paseantes, aburridas a la par que excitadas, corean “Leidiiiiiiiii Madriiiiiiiiiiií”, como en un concierto improvisado. Suena como una verbena cuando uno toma, algo apartado, un mini y un bocata con los amigos: ambiente nocturno a la hora de la Familia Telerín. En las franquicias textiles multinacionales, con sus luces excesivas y sus flacas nalgas al viento, cierta ciudadanía hace cola con desesperación, temerosa de tener que volver otro día a por esos pantalones de precio increíble. Carlota, porfi, espera tú la caja que yo voy rápido a por unas bragas.
Todo escupe gente: los bares, las tiendas, las librerías, los supermercados, todo el mundo sale de todas partes amasándose las manos con gel hidroalcohólico, como si fuera a ocurrir algo suculento, como si se fueran a poner manos a la obra. Madrid parece, ahora sí, la ciudad que nunca duerme, precisamente porque todo el mundo se va a casa a dormir, o lo que surja. Colegas, otro día nos vemos y burlamos la ley, ¿eh? Gran Vía, Callao, Sol, Carretas, son un correcalles, prisa en todas direcciones, cierta algarabía, como la que había antes, cuando esta ciudad presumía de nightlife. ¿Dónde están esos franceses que vienen en tromba porque esto es el reino del cachondeo y la libertad? No sé, tío, seguro que dentro de ese garito hay un montón de parisinos escondidos poniéndose finos a whiskolas y cocaína.
Está muriendo mucha gente, pero no se nota. ¿Vamos en metro? Joder, está petado. En el vagón se intuyen acrobacias víricas, pero continua el ambiente festivo, como si en vez de irnos a casa fuéramos a un festival periférico. Alrededor de mi portal hay tensión mientras se compra lo último necesario. Un par de patatas y un calabacín. ¿Oiga, no queda pizza cuatro quesos? Mejor pon otra litrona que nunca se sabe. Uno, en una esquina, muestra un cartel en el que ha escrito 1. que es español y 2. que necesita una ayuda para la pensión. Joven, suba usted por las escaleras, que no cabemos en el ascensor. Al cabo de un rato, me asomo al balcón. No queda nadie, más allá de aquellos que no tienen a donde ir. Incluido ese que dice ser español.
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