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Últimos y penosos años de Galdós

El último tramo de la vida del escritor estuvo marcado por las dificultades económicas y los problemas de salud

El escultor Victorio Macho (derecha) y Galdós, tras el traslado al parque del Retiro del monumento dedicado al escritor, en 1919.
El escultor Victorio Macho (derecha) y Galdós, tras el traslado al parque del Retiro del monumento dedicado al escritor, en 1919.Museo Victorio Macho, Toledo
Jesús Ruiz Mantilla

Los homenajes que recibió en vida, las estatuas que llegó al menos a tocar o atisbar a ver en su neblina de ceguera casi total, no podían esconder ni disimular las dificultades económicas y penalidades que Benito Pérez Galdós sufrió en los últimos años de su vida. Tampoco las ocultaba, ni esgrimía ante ellas la actitud yerma del caballero español en ruina, un tipo que supo describir brillante y de manera cruda en sus novelas, como paradigma de la decadencia.

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Así trata España a sus mejores hijos… Para poder vivir, declaró en una entrevista publicada en La Esfera, no le quedaba otra que dictar cuatro o cinco horas al día. Una queja que compartía con amigos como Barrio y Bravo hacia 1915, cinco años antes de su muerte: “No puedo, no puedo hacer apenas nada con estos dichosos ojos, que son mis tiranos. Tengo que contentarme con dictar cosas cortas”.

Había sido operado de cataratas ya en 1911, sin éxito. Perdió la visión del ojo izquierdo. Un año después, la intervención en el derecho fue un poco mejor. Se libró un tanto del oscurantismo, decía. Pero temió haber llegado a perder la conciencia de realidad, con el grado de incertidumbre que para este fotógrafo quirúrgico de la misma, suponía.

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A todo eso se unían otros tormentos: neuralgias, reuma y problemas estomacales que alarmaban a su familia cuando le veían caminar, inseguro pero terco a la hora de renunciar a sus paseos con bastón o del brazo de sus amigos. Tocado, herido, vapuleado pero firme y en plenas facultades mentales, continuó imaginando y trazando obras. Pudo concluir los Episodios Nacionales en 1912 con Cánovas, donde describe la ceguera de Tito Liviano con una precisión escalofriante. La razón de la sinrazón, título que podía servir de resignado epitafio para un país a la greña, como éste, fue su última novela, aparecida en 1915. Brujas y demonios dispuestos a imponer el caos en Ursaria, territorio inventado con trazos madrileños, a expensas de ventajistas malnacidos. Una llamada de atención que resulta profética un siglo después. Hoy mismo…, día 2 de octubre de 2020.

En 1916 estrena El tacaño Salomón, también su última firma en el teatro para culminar una más que exitosa carrera en los escenarios y ese mismo año publica por entregas en La Esfera las Memorias de un desmemoriado. Va apagando Galdós su actividad en los años paralelos a la Gran Guerra europea sin mostrarse en absoluto ajeno al compromiso. Forma parte de la Liga Antigermánica. Fue elegido presidente de honor de la misma y firma su manifiesto junto a Antonio Machado, Unamuno, Américo Castro o Gumersindo de Azcárate, entre otros.

Hacia 1918, el escultor Víctor Macho, su nieto postizo, comienza a tallar la obra que inaugurarán en ese mismo año en el Retiro: sentado, manos entrecruzadas y manta sobre las piernas, una imagen hogareña y cercana, ajena a la épica, fiel a la humanidad compasiva del autor. Disfrutó del homenaje y se sintió reconocido pero poco quedaría para su reclusión definitiva cara a afrontar la muerte.

En marzo de 1919 dicta testamento: su hija María consta como heredera de sus bienes y cifra en 15.000 pesetas la valoración de la biblioteca y sus manuscritos, salvo el de Marianela, que había regalado a su médico, el doctor Marañón y Gloria, que entregó a Tomás de Lara, según comenta Francisco Cánovas en su biografía. La finca de San Quintín, en Santander, era su bien más preciado: 125.000 pesetas, los derechos de autor fueron tasados en 65.000 y reconoció deudas por valor de 34.325.

En diciembre, casi ninguna fuerza le quedaba para seguir. Tampoco recibía ya visitas por deseo de la familia y prescripción del doctor Marañón. El cuatro de enero de 1920 murió en su casa de Madrid. Su cadáver con la capilla ardiente fue instalado en el ayuntamiento protegido por ocho guardias municipales y cuatro maceros. La multitud lo despidió y su féretro desfiló por el centro de la ciudad, con pleno derecho, como el pontífice que mejor la había inmortalizado en sus páginas, en medio de un duelo masivo con más de 25.000 personas que se unieron en cuerpo al dolor colectivo.

Un dolor que fue frialdad más que llamativa de casi todas las autoridades, como denunció Ortega y Gasset: “La España oficial, fría, seca, protocolaria, ha estado ausente en la unánime demostración de pena provocada por la muerte de Galdós”, escribió el filósofo. El desprecio continuó después de muerto. En muchos casos, hasta hoy.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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