A Galdós no lo querían en la Real Academia
Las polémicas en la RAE no son cosa de ahora: a finales del siglo XIX hubo un buen lío cuando Menéndez Pelayo quiso meter a Galdós en la institución
Marcelino Menéndez Pelayo podía ser un católico de cruzada y misa diaria, pero como filólogo o en su condición de polígrafo, sabía reconocer a los grandes novelistas aunque fueran agnósticos militantes. El sabio santanderino ha pasado a convertirse en un referente de la caverna y precursor del nacionalcatolicismo pero fue él quien se empeñó en que su polo opuesto entonces, ni más ni menos que aquel que simbolizaba la España progresista y republicana, entrara en la Real Academia Española.
Además lo hizo a tiempo, en 1883 comenzó su batalla, con el olfato suficiente como para darse cuenta de que a lo largo de aquella década, Pérez Galdós se consagraría como el más grande autor de su tiempo. Aun así, don Benito no las tenía todas consigo: “Resistí al principio y hasta anuncié que tendría algún disgusto”, le escribió a su colega Leopoldo Alas, alias Clarín.
Menéndez Pelayo y Juan Varela se habían metido ya en faena a partir de entonces, pero no fue hasta 1888 que quedó propuesto formalmente, tras el fallecimiento de Marcelino de Aragón-Azlor, duque de Villahermosa. No tardaron los oponentes en movilizarse: ¿Galdós en la Academia? ¡Ese impío! Una facción, azuzados entre otros por Antonio Canovas, preparó la candidatura del latinista y lexicógrafo Francisco Commelerán. La sesión previa fue una batalla: gritos, insultos, casi llegan a las manos sus provectas señorías.
Canovas hizo de aquello una cuestión política. El conservadurismo español, en esencia. Pero con Menéndez Pelayo, qué cosas, su máximo referente intelectual, como líder del bando contrario. Una lección para quien hoy quiera tomar nota. ¿A quién le dio la historia la razón más allá del ventajismo corto de miras en el momento?
Los amigos de Galdós salieron públicamente en su defensa: desde Clarín a Emilia Pardo Bazán Aquello se convirtió en una cuestión nacional. Ni que decir tiene que el disgusto profetizado por el escritor se cumplió y perdió aquella primera votación el 17 de enero de 1889 por catorce votos contra diez. No así la promesa que le hizo a su amigo José María de Pereda, tan conservador como Menéndez Pelayo pero también partidario de Galdós: “Si me derrotan ahora esos tíos viejísimos no vuelvo a presentarme”.
Lo hizo. Menéndez Pelayo siguió erre que erre. No entendió el rechazo de entrada, como comenta Yolanda Arancibia en su nueva biografía del autor canario: “Un literato de tan grande y positivo mérito y de tan extraordinaria popularidad ante una persona que casi nadie conoce ni ha leído”, comentaba su valedor. Al parecer, algunos llevaban clavados varios dardos que Galdós había dedicado a la RAE en sus tiempos de joven cronista: “Una señora entrada en carnes, bastante vieja pero muy bien conservada”, escribía, “un espacio para la literatura veleta”, contaba en otra ocasión.
La polémica fue cruda. Afectó a Galdós pero mucho más al prestigio de la institución. No costó volverle a convencer. Menéndez Pelayo supo cómo volver a favor el orgullo herido. Visto lo visto, no había excusa. Le aconsejó: hay que cambiar las cosas desde dentro. Con la tormenta, incluso los adversarios entraron en razón. Canovas y otros, como Tamayo y Baus, cambiaron su postura y cuando se produjo otra vacante, la del jurista León Galindo de Vera, aceptaron su entrada.
Se formó una candidatura única y evitaron enfrentamientos. Galdós pasó de demonio para los supuestos biempensantes a ser aclamado y recibido, esgrimieron, como novelista universal en apenas seis meses. Lo eligieron casi por unanimidad -22 síes de 24 posibles- tras ser de nuevo votado el 13 de junio del mismo año en que lo patearon.
Ocuparía el sillón N. Pero sin prisa. Tardó casi ocho años –hasta 1897- en pronunciar su discurso de ingreso, La sociedad presente como materia novelable. Fue respondido por Menéndez Pelayo. Cuestión zanjada pero con herida supurante. Galdós como figura fundamental en medio de la polémica continua no dejará de producir ruido y despertar el todavía latente histerismo patrio. Si no, esperen a ver la semana que viene qué ocurrió con el Premio Nobel.
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