Así es vivir con un burdel en tu portal
Los vecinos de algunos bloques de la ciudad conviven con clientes y prostitutas
Donde debería haber una ventana, hay una puerta de más, y donde debería haber un cristal transparente, hay un espejo que refleja la imagen del paseante, lo que impide ver lo que sucede en el interior.
Sin embargo, se filtra una conversación telefónica:
— Guapo, mándame la dirección y yo cojo un Uber ahora mismo y voy para allá.
Alguien responde al otro lado del aparato.
— Ajá… eso es extra. Si lo pagas, viene conmigo una amiguita muy guapa.
La actividad de este burdel alojado en el bajo de un edificio de Madrid no cesa durante las 24 horas del día. Las trabajadoras reciben a clientes en un reducido espacio de tres habitaciones con humedades que, en el pasado, debió ser el taller de algún artesano. También visitan domicilios, como se deduce de sus conversaciones por teléfono, pero el grueso del negocio tiene lugar en este espacio a pie de calle. Los fines de semana llegan hombres recién salidos de discotecas cercanas, en tromba, que se agolpan en la puerta haciendo fila, a la espera de su turno. El servicio de media hora cuesta 20 euros, 40 el completo.
La existencia cada vez más común de prostíbulos en locales comerciales en bloques de casa de la ciudad ha disparado la conflictividad con los vecinos. En el número 10 de la calle de Enrique Trompeta, junto a Madrid Río, familias con hijos, ancianos y parejas que comparten su primer piso asistan alarmadas al hecho de que el lugar en el que viven opere un burdel. A menudo les suena el telefonillo y al responder se encuentran con algún cliente desorientado que ha tocado en el número equivocado.
El pasado viernes la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha enviado una carta a todas las comunidades pidiendo el cierre de los prostíbulos. Las medidas que están publicando las Comunidades Autónomas no dejan lugar a dudas: cierre del ocio nocturno. Y eso es lo que permite un resquicio para que los prostíbulos continúen abiertos en gran parte de España. Porque la mayoría operan con licencia de servicio de alojamiento. En comunidades como Castilla La Mancha y Cataluña ya se ha ordenado el cierre de estos locales.
“Se puede discutir si lo que sucede dentro de las casas forma parte de la libertad de las chicas o no. Pero lo que nos molesta a los vecinos es todo lo que traen consigo estas actividades. Personas que en mitad de la borrachera se equivocan de piso y llaman de madrugada al timbre que no es, orines en el rellano de las escaleras, desconocidos que pasean por el portal constantemente…”, diserta Laura Pérez, una vecina.
Este no es el único de los alrededores. Ocurre o mismo justo en la calle perpendicular, los números 129 y, sobre todo, el 127 de la calle Delicias, uno de los últimos edificios que quedan en la capital sin telefonillo. Al menos ahí no hay confusiones. Los burdeles no son los únicos que buscan sacar rédito en la zona. Aunque a las 10 de la noche El Águila todavía permanece cerrado, en las paredes del edificio que está justo enfrente de la discoteca destacan los carteles electorales de un político dominicano que pedía a quienes residen fuera de la República Dominicana el voto para su opción en las pasadas elecciones del 5 de julio. Al final de la calle, no muy lejos, se puede escuchar ya una canción de merengue que viene del restaurante dominicano Kukaramakara.
La noche está empezando. En las mesas de la terraza ya no cabe un alma. Las botellas de cerveza vacías indican que la fiesta se está empezando a calentar. Algunos se animan y empiezan a bailar con su pareja al ritmo del Grupo Niche, una banda colombiana. Cuando un amor se daña es mejor cambiarlo antes que repararlo. El merengue se baila pegado, una mano en la cintura y otra en la espalda baja. Los efectos del alcohol y el perreo despierta en algunos hombres el deseo de acabar la noche acompañados, aunque implique pagar. El único esfuerzo que tendrán que hacer será caminar un par de metros y tocar el telefonillo en el número 10.
Todo forma parte de un sistema más complejo de lo que parece. Lo que se conoce desde hace años como el triángulo de la prostitución madrileña se encuentra entre el metro de Legazpi, el de Atocha y la esquina entre los paseos de las Choperas y Santa María de la Cabeza. En él, calculan los vecinos, hay cerca de 30 prostíbulos que se acumulan en apenas medio kilómetro cuadrado de terreno. Según la ONG Médicos del Mundo, 2.400 personas ejercen la prostitución en Madrid, aunque, afirman, no hay nada parecido a un registro oficial.
Durante el confinamiento, estos pisos estuvieron cerrados con llave. El confinamiento de los vecinos durante el Estado de Alarma permitió que muchos de ellos se conocieran y hablaran del problema que tienen en común. En una de esas reuniones improvisadas decidieron abrir una cuenta en redes sociales para dar a conocer su situación.
La Asociación de Vecinos de Arganzuela realizó una concentración la semana pasada enfrente de la Junta de Distrito denunciando la inseguridad que producen los locales de prostitución. “Un viernes conté, en una hora, 50 hombres entrando y saliendo del burdel que tenemos en el bajo”, dice la portavoz de la comunidad de vecinos Enrique Trompeta, 10. “Vivo con miedo. No me gusta que mi hija salga o entre sola a casa por las noches”, afirma una vecina del portal de enfrente, Petra González, de 50 años.
“España es el gran burdel de Europa, se consume prostitución más que en cualquier parte del continente”, afirma Pablos, la técnica de intervención de prostitución y trata de la ONG Médicos del Mundo, Begoña Pablos. Trabaja desde hace dos años con las mujeres que ejercen en Paseo de las Delicias, 127. Estas, relata, se quedaron sin ingresos económicos durante el confinamiento. “No tenían alimentos ni elementos de aseo, y la deuda con el proxeneta cada día aumentaba”.
Las prostitutas se sientan acosadas por los vecinos, que les toman fotos que publican después en redes sociales. Muchas temen que sus familiares o algún conocido pueda reconocerlas. Junto al burdel hay un restaurante asturiano, al que acuden muchas de ellas. Cuando se le pregunta a una joven prostituta, extranjera, lo tiene claro. Por si acaso, lo dice en alto para que la escuchen:
—A mí me da igual lo que piense de mí la gente. Aquí no tengo a nadie que me importe.
Sus palabras se cuelan por el portal abierto, donde retumban con eco. El conflicto con los vecinos está servido.
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