Fin del mundo en Chamartín
Madrileños indignados, integrados o indiferentes, la ciencia les informa de que no hay escapatoria.


Nunca se respiró mejor ni fueron más felices los vencejos que a finales de mayo en Chamartín. Pero el barrio confinado se revolvía cada día a la hora del crepúsculo. La cacerolada rompía el silencio mortecino con el repique de cientos de campanas de hojalata llamando a la indignación. Este sentimiento de amargura autoinducida, tan castizo, tan recio, ya era la devoción del vecindario. La peste del coronavirus lo exacerbó hasta lo escatológico. A un telediario del día de la ira, todo resultaba incierto, incluso la consistencia del suelo que pisamos. Solo un geólogo nos podía iluminar.
Lo encontramos sin salir de Chamartín: en la esquina sudoeste del distrito, detrás de un cedro monumental y un kiosco primoroso donde no sirven cerveza sin alcohol. Ahí se levanta el Museo de Ciencias Naturales, refugio público del saber y reducto de Javier García-Guinea, que, como todos los científicos, advierte que de eso que le preguntan hay otros que saben más. ¿Qué dónde estamos parados los madrileños? La respuesta es decepcionante: una capa de arena de dos o tres kilómetros de profundidad, consecuencia de 100 millones de años de meteorización de la roca madre de Guadarrama.
Si el apocalipsis es real, se llama meteorización. “La meteorización”, dice García-Guinea, “es un proceso natural, permanente, continuo, universal y afecta a todo el mundo. Yo te pongo en la calle y te meteorizas: el sol te achicharra, los gusanos te comen, te descompones, etc, etc… Una roca lo mismo. En los granitos de la Sierra hay una meteorización química muy fuerte porque el agua arrastra los álcalis y los feldespatos, descompone los feldespatos en caolín, y se quedan los granos sueltos. Si tú coges un puñado de tierra de esa que estás pisando en Madrid y lo miras con detalle verás un cuarzo, unos granillos blancos de feldespato, opacos, y luego unos restitos de micas o de arcillas. Y todo eso viene de ahí arriba”.
El Manzanares fue una vez un torrente violento que molía rocas mientras hidrataba jirafas, hipopótamos, elefantes y tigres. De toda aquella riqueza biológica del Mioceno queda una montaña de arena que es la base sobre la que se asienta el pueblo que azota baterías de cocina. El resto, desembocó y sigue desembocando en el Tajo. “Hay una porción de los álcalis disueltos, el sodio y el potasio, que acaban aguas abajo”; remata el geólogo; “¡hasta Lisboa!”.
Madrileños indignados, integrados o indiferentes, la ciencia les informa de que no hay escapatoria. Vamos todos camino de Portugal.
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