Puerta de Preysler
Dado que la hemos visto en millones de fotos pero ha hablado muy poco, sorprende el inteligentísimo y guasón sentido del humor de la llamada mujer más elegante de España
Hay cuatro puertas monumentales en Madrid: la de Alcalá, la de San Vicente, la de Toledo y la de Hierro, pero solo esta última fue empleada en un ritual de iniciación masónica, el de Perón, quien acabó sus días en la zona residencial madrileña conocida precisamente como Puerta de Hierro. Que el expresidente argentino había sido masón y que su ordenamiento tuvo lugar en España lo contó poco antes de morir Licio Gelli, fundador de la mítica organización P2 (Propaganda Due), el contubernio al que desde finales del siglo XIX a principios de los ochenta del XX pertenecieron algunos de los hombres más influyentes del Lacio, de Rizzoli a Berlusconi.
Durante ese tiempo, dicen los conspiranoicos, esos señores dirigieron los destinos de Italia y, por sus conexiones con el Vaticano, en cierta manera del mundo. Sobre los masones nada se sabe a ciencia cierta, más allá de que son capaces de formular la piedra filosofal (que proporciona la eterna juventud), que uno de sus símbolos predilectos es el sol y que se reúnen en logias con suelos de damero blanco y negro sobre los que solo ellos saben lo que ocurre.
El sillón en el que se sentaba, que parecía un trono, estaba un poco vencido, imagino que del peso de todos los traseros influyentes que se habían sentado durante décadas en el mismo sitio donde ahora estaba ella
La primera vez que yo estuve en Puerta de Hierro fue en casa de Isabel Preysler. Acudí con otras periodistas y participamos de un ritual reservado a privilegiados. Atravesamos la puerta principal de Villa Meona, que así es como apodó la prensa más maliciosa a la mansión con 13 baños y una caseta de perro calefactada donde Miguel Boyer, quien acababa de fallecer, cohabitó hasta su muerte con la que la revista ¡Hola! bautizó como “la mujer más elegante de España”.
No nos recibió ella, sino un mayordomo con librea color verde botella que nos condujo hasta el salón noble donde nos esperaba sentada en un sillón que parecía un trono. Estaba un poco vencido, imagino que del peso de todos los traseros influyentes que se habían sentado durante décadas en el mismo sitio donde ahora estaba ella. Mientras mirábamos de reojo la biblioteca del exministro que abandonó el socialismo para dejarse mecer por la jet set, Preysler, la dama que no envejece, se esforzó en no alejarse de su leyenda. Nos ofreció sus famosos sandwichitos de pollo. Fue una anfitriona perfecta.
Dado que la hemos visto en millones de fotos pero ha hablado muy poco nos sorprendió su inteligentísimo y guasón sentido del humor: “Cuando estábamos juntos, Julio y yo éramos adictos al sol. Nos poníamos tan morenos que cuando salíamos por las noches con ropa blanca parecíamos fantasmas”. Dijo Julio como ahora diría Mario, sin apellidos. Todas en aquella logia comprendimos la palabra clave. Antes de despedirse nos regaló a cada una de nosotras una crema antiedad que acababa de lanzar con su propio nombre, motivo este por el que estábamos en su casa. Al salir atravesamos de nuevo el hall monumental y me fijé en el suelo de Porcelanosa, en damero blanco y negro. Qué maravilla cuando las mujeres elegantes hablan.
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