El respiro de Madrid
Fue una de las primeras cosas que quise hacer cuando pasamos de fase: recorrer las grandes avenidas con el viento de frente
He vuelto a recorrer parte de la ciudad en bicicleta, ya que hace un par de días tuve que acercarme al centro para hacer unas compras. La bicicleta es un animal extraño. Un bípedo que sobrevive entre elefantes mecánicos, linces tecnológicos y otros cuadrúpedos que hacen ruido, y se acercan, y te acechan, y te superan siempre. Es un esqueleto armado, el único engranaje que te permite sentir la lentitud de la velocidad en la piel.
Me subí en ella y, aunque me sabía la dirección de memoria, me equivoqué de camino dos o tres veces. La rotonda de Puerta de Toledo dispara mis alertas. Ahí tuve un accidente hace unos meses y las imágenes –la sangre, el susto, la noche– vuelven a mi cabeza cada vez que pedaleo y escucho cerca un motor o cuando el ritmo de la carretera me pide velocidad aunque haya cuatro carriles. No puedo evitar ese miedo, pero tampoco me permito huir de él porque es mayor la libertad que da el aire contra el cuerpo.
Fin de mi destino, fin del camino de esta ciudad cambiada, tristemente silenciosa pero también más tranquila
Fue una de las primeras cosas que quise hacer cuando pasamos de fase: recorrer las grandes avenidas con el viento de frente, aprovechar la ausencia de tráfico, bailar con las esquinas, apretar los frenos que paran también el tiempo, sacudirme el polvo del confinamiento y respirar el aire limpio y breve en una gran bocanada, el mismo que vuelve a ensuciarse y del cual ya nadie habla.
Pedaleé por el Paseo de los Melancólicos, una de mis calles favoritas porque la descubrí, quizá, en uno de mis momentos más nostálgicos, hace tiempo, y para mí las palabras lo explican todo siempre. Volví a pasar por la casa que habité hace ya siete años o una vida, mi primer piso en Madrid. Olí de nuevo ese verde que me despertaba, recorrí en mi mente la corrala que me llevaba a la puerta, recordé secretos que aún se sostienen en alguna nota del pasado. La dejé atrás porque me remueve volver a las cosas que no se pueden terminar.
Crucé por la Latina, extrañamente vacía ahora. Volví a equivocarme de salida y rodée Tirso de Molina, donde las flores vuelven a colorear la plaza en la que muchas personas hacen cola para comer. Era mi primer paseo en bici y no pensaba en mapas ni en direcciones. Llegué hasta la plaza de Jacinto Benavente y bajé por Carretas, ya que las únicas multitudes que existen ahora son las de las mascarillas y es fácil sortear a los pocos que caminan como si tuvieran un sitio mejor al que ir.
Bordeé Sol y me atreví a adentrarme por Montera, algo impensable hace unos meses si no es a pie. Seguí el camino abierto por un coche de policía y en apenas un minuto había llegado a Gran Vía, fin de mi destino, fin del camino de esta ciudad cambiada, tristemente silenciosa pero también más tranquila, en la que equivocarte de dirección siempre es un acierto.
Madrid me mata.
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