Que la vida siga viva
Llevaba más de sesenta días con la duda de si quedaba algo vivo ahí afuera. Todavía no tengo clara la respuesta


Mi primera salida a la calle fue a una zona del barrio que he descubierto y que es verde, como el río cuando nadie lo toca. Me sentí como mis perros cuando se acercan al parque y dan vueltas sobre su propio eje para desprenderse de la correa, y brincan, y gimotean, y ladran incluso. Quieren ser libres y tienen prisa y yo ganas de concederles esos ratos siempre breves. Sin embargo, no corren ni se marchan lejos: tienden a revolcarse sobre la hierba, cerca de mí, con esa mueca extraña que hacen algunos perros y que nosotros llamamos sonrisa porque los que convivimos con animales tenemos una necesidad innata de nombrarlo todo. Eso es la libertad para ellos: la felicidad que produce el contacto con lo que está vivo. Por eso me identifiqué, porque llevaba más de sesenta días con la duda de si quedaba algo vivo ahí afuera. Todavía no tengo clara la respuesta.
La segunda salida, en cuanto se pudo, fue a Grant Librería, en la calle Miguel Servet. No quería ningún libro en especial y por eso fui: los libreros saben también leer a los lectores. Me puse a hablar con Sergio, uno de los dueños, y cuando llevábamos diez minutos de conversación me di cuenta de que era la primera persona con la que mantenía una charla de manera física. Me llevé tres libros recomendados por él y dejé otro en reserva para tener una excusa y poder volver a entrar a ese lugar que tanto nos da. No entiendo bien la obsesión de llenar las terrazas y el olvido a otros comercios que nos nutren y alivian de igual manera que una caña al sol. No comprendo que se deje en el olvido otro tan fundamental como es el librero cuando son los libros los que nos han abierto todas las ventanas que esta pandemia ha cerrado. Me produce un dolor punzante saber que están cerrando y me da miedo imaginarme un futuro sin ellas, por eso no cesaré en mi empeño por defender a los comercios pequeños que se dedican a hacernos grandes.
No entiendo bien la obsesión de llenar las terrazas y el olvido a otros comercios que nos nutren y alivian de igual manera que una caña al sol
La tercera salida fue, en realidad, la entrada a mi casa de mis amigos. Qué sensación tan extraña verlos y sentir que nada ha cambiado aunque el mundo ahora sea otro. Parece que hemos pausado la vida a la vez y la hemos reanudado en el mismo momento. No nos abrazamos, pero no nos hace falta, porque de ellos he echado de menos hasta el silencio. Quiero sus palabras aunque no tenga sus manos, necesito escuchar su risa aunque sea a dos metros de distancia. Salgo de la terraza solo para observarlos desde la puerta y descubrir que sí, que todo lo que quiero está colocado de nuevo en el lugar que necesito.
Y no me atrevo a pedir más. Me quedo en casa, porque desde ella sigo escuchando el sonido de las ambulancias. Solo disfruto de ese breve revolcón sobre la hierba y vuelvo para que la vida siga viva.
Madrid me mata.
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