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Madrid me mata
Columna
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Sujetar la puerta

Asumo nuestras diferencias y confieso que el recelo inicial existió, pero esta pandemia me ha enseñado que la crispación y la confrontación no sirven de nada

Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés aplauden desde sus balcones el pasado domingo a las 20.00, durante el estado de alarma.
Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés aplauden desde sus balcones el pasado domingo a las 20.00, durante el estado de alarma.Mariscal (EFE)
Elvira Sastre

Me gustan mis vecinos. En general, es gente amable. Sonríen cuando entran al ascensor y no se molestan cuando mis perros alteran el silencio del edificio. El día que se estropeó la puerta del garaje estuvimos allí de comitiva, intentando aportar soluciones. Mientras una llamaba al servicio técnico, otro subía a casa a rebuscar entre sus cosas para encontrar la llave manual. Finalmente, otro se quedó aguantando la puerta mientras salíamos uno detrás de otro.

Yo no pienso dejar que los enfrentamientos que llevan a cabo nuestros representantes políticos se trasladen a mi edificio, con mis vecinos

Durante este confinamiento, nos hemos conocido un poco más. La del segundo estuvo amenizando los aplausos con canciones diversas y ahora pone a cantar a John para opacar el ruido de las cacerolas. Nos mira y alza el puño con una sonrisa que no espera nada. Ana, Sofía y Laura (nombres ficticios) viven en el tercero. Las conocemos un poco más porque la habitación de Sofía da al despacho y la vemos estudiar todos los días. Laura saca a la perra todas las tardes y nos deja pasar antes cuando llegamos a la vez porque nuestras perras se llevan regular, pero no parece que le cueste hacerlo. Ana estuvo en casa una vez por un tema de goteras y me recuerda tanto a la Miranda del futuro que le abriría las puertas todos los días.

Nos hemos enterado, por sus hijas, de que Ana es la dueña de una residencia y no ha parado de trabajar durante estos meses. Después de aplaudir, nos quedábamos un rato charlando sobre la situación, pero ella tampoco perdía nunca la sonrisa. Un día, colgaron una bandera de España con un crespón negro en su ventana, la misma que llevan en la muñeca desde que las vi por primera vez. La otra tarde, después de aplaudir, salieron a la ventana a protestar con cazuelas. No sustituyeron una cosa por la otra. Con ruido, pero sin insultos. Con voz, pero desde casa, no en las calles saltándose las medidas de seguridad. Intuyo, por los gestos, su ideología.

Asumo que no coincidimos en nada político, que seguramente ellas estén a favor de cosas que puedo sentir en mi contra, que probablemente ellas no estén de acuerdo algunos de mis pensamientos y no los comprendan. Asumo nuestras diferencias y confieso que el recelo inicial existió, pero esta pandemia me ha enseñado que la crispación y la confrontación no sirven de nada. Vivimos en un país diverso, con ideologías nada afines, con bandos fácilmente destacables, ¿por qué no lo asumimos de una vez? Yo no pienso dejar que los enfrentamientos que llevan a cabo nuestros representantes políticos se trasladen a mi edificio, con mis vecinos, los mismos con los que me he emocionado estas semanas, con quienes me he sentido en la misma dirección, los mismos que nos hemos ayudado y acompañado, que sonríen a mis perros aunque estos los ladren, a los que sujeto la puerta si vienen cargados, a quienes ofrecemos nuestra ayuda y recibimos la suya.

Creo que en la tolerancia se encuentra la paz. Quizá sí que estemos a tiempo de aprender algo de nuestro pasado.

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