¿Quién se atreve a hablar de miedo?
Qué bonita Madrid, qué calma tan necesaria, qué lentitud tan sumamente hermosa. Qué ciudad tan emocionante, llena de ancianos y de perros, de nadie más
He salido a la calle por primera vez después de dos meses en casa. He estado a gusto, no voy a mentir. Mi casa es mi lugar de trabajo y de emoción y por eso la cuido y la preparo para momentos de reclusión. En ella hago el amor, lo deshago cuando hace falta, escribo y brindo con mis amigos. También me abrazo con mis perros, disfruto de la tranquilidad del silencio y lloro sin que nadie quiera evitarlo. Siento que llevaba años preparándome para un confinamiento, aunque es cierto que todo cambia cuando la puerta ha de cerrarse de manera obligatoria y no porque uno lo elige. Entonces la película es otra.
El sábado salí por la tarde con muchas dudas y algo de miedo. Al final, como cada vez que este último acecha, decidí no escucharlo. Al principio tuve ganas de gritar. La luz cegaba mis ojos desacostumbrados y solo quería saltar y reír. Corrí a ver a los árboles, más verdes que nunca. Pero después me agobié. Escuché el sonido de una ambulancia y la sonrisa se me congeló. Sufría viendo a la gente despreocupada, saltándose la distancia mínima, bailando en grupo como si nada pasara porque todo sigue ocurriendo. Volví a casa con la euforia y la ansiedad hechas una única emoción. Triste, pero feliz. Feliz, pero triste.
Sufría viendo a la gente despreocupada, saltándose la distancia mínima, bailando en grupo como si nada pasara porque todo sigue ocurriendo
Al día siguiente me quedé en casa y no fue hasta el lunes que decidí volver a salir, pero esta vez con los perros, a dar la vuelta a la manzana, y a la hora de los mayores. Qué Madrid me encontré entonces, qué emocionante ver a tanto superviviente de este virus malogrado recuperando su lugar. Ahí estaban, un lunes a las siete de la tarde con el perfume de los sábados y el traje de los domingos. Algunos en pareja, otros acompañados de quien les ayuda, otros solos –quizá recientemente abandonados. Varios repartidos en los bancos del paseo haciendo lo que tan bien se les da y muchos olvidamos: observar. Otros charlando a voces para no saltarse la distancia. Una mujer a la puerta de la Iglesia comprobando –imagino– nuevas noticias. Algunos chistando a mis perros para sentir que aún quedan caricias permitidas.
Qué bonita Madrid, qué calma tan necesaria, qué lentitud tan sumamente hermosa. Qué ciudad tan emocionante, llena de ancianos y de perros, de nadie más. Su ruido, su movimiento pausado pero constante. Qué justo que puedan recuperarla los mismos que la han construido y nos la han entregado en mano sin pedir nada a cambio. Una ciudad para ellos solos, donde puedan pasear tranquilos sus días, en la que el silencio esté justificado. Me dan ganas de pedirles permiso y perdón y no sé bien en qué orden. Qué ganas de llorar me entraron al verlos así, tan fuertes, tan capaces y obedientes, resistentes del horror, valientes hasta el final a pesar de la confusión, las malas noticias, el cuerpo entumecido, las pérdidas continuas.
¿Quién se atreve a hablar de miedo viéndoles así? Yo no. Madrid me mata.
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