Madrid sin nosotros no es Madrid
El otro día quise salir a mojarme y a apagar mi ruido con el de otros y descubrí que ya no hay nadie ahí afuera
Ya casi no me acuerdo de Madrid, y eso es raro porque he tenido épocas en las que nos hemos separado durante más tiempo, pero esto es como estar atrapada en un sitio que conoces con los ojos cerrados. Los días pasan y ya no sé lo que es real o inventado. Intento vislumbrar más allá de mi calle y no sé qué me hace pensar que el paseo está lleno de gente que continúa con sus vidas, que los adolescentes se besan a la salida del instituto, que los abuelos siguen con ese caminar errante tan característico de las mañanas.
Me imagino las tiendas abiertas, las mismas mujeres de siempre con la cara de pena, los coches abriéndose paso, hombres estáticos queriendo parar un mundo que les adelanta. Creo escuchar el ruido de mi barrio, el mismo lleno de ladridos, de conversaciones cruzadas y de pitidos de semáforo. Pienso dónde estará el hombre que pide a la puerta del supermercado, ese lugar al que la vida le ha prohibido entrar. Pienso en la voz de mi frutero y en la sonrisa de mi quiosquero. En el camarero del restaurante gallego que siempre le saca un pincho a mis perros. En mi mente, las librerías de mi barrio siguen abiertas y cierran más tarde porque se han convertido en un refugio. Siempre lo fueron.
Nunca fui de largos paseos, aunque siempre me gustaron los rodeos para volver a casa. Eso es algo que me enseñan los animales y me resulta útil estas semanas: observar para encontrar la novedad en los sitios de siempre. El otro día, mientras caía una tormenta sobre este Madrid tan vacío, recordé una tarde, hace muchos años, con la misma lluvia. Yo estaba triste, no sé por qué, y debía volver a un sitio en el que no quería estar.
En momentos así, rechazo el silencio y busco ruido ajeno para que apague el mío. Estaba en la Puerta del Sol y en vez de tomar el camino de siempre me adentré en la Plaza Mayor, llena de gente que huía del agua. Las gotas chocaban con violencia contra el suelo y el reflejo de los charcos, ya oscuro, devolvía una imagen preciosa del cielo. Me quedé así un rato, mirando los adoquines, entre pasos apresurados, risas nerviosas y palabras enmascaradas. Poco a poco, la carga del pecho se alivió un poco, la tristeza dejó de apretar y volví a casa tranquila.
El otro día quise salir a mojarme y a apagar mi ruido con el de otros y descubrí que ya no hay nadie ahí afuera. Que lo que me imagino no existe y lo que recuerdo ya ha pasado. Que su lluvia ya no me limpia igual. Que una ciudad vacía no es más que un desierto. Que Madrid sin nosotros no es Madrid.
Y que lo echo de menos. Mucho. Tanto que a veces me pongo el sonido del mar y me imagino que es el tráfico, ya con vida, de esta ciudad que tanto necesito.
Madrid me mata.
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