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La crisis del coronavirus
Columna
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Buenas personas

No son superhéroes: son personas buenas, que es mucho mejor

Vecinos del Hospital de la Princesa de Madrid durante los aplausos sanitarios de las 20.00
Vecinos del Hospital de la Princesa de Madrid durante los aplausos sanitarios de las 20.00Chema Moya (EFE)
Elvira Sastre

Sara cumplió 18 años en su habitación, aislada. Unos días después, su hermana Laia la llevaba a urgencias tras una crisis respiratoria provocada por el virus. Sara pasó 18 días en el Hospital de Sanchinarro de Madrid, con momentos terroríficos que culminaron en la mejor de las noticias: el alta.

Lara, su médico, a quien no conozco pero debo su vida, es una mujer que no tuvo miedo cuando lloró después de recuperar el poco oxígeno que llegaba a los pulmones de Sara y tampoco al confesar que la felicidad de darle el alta no es incompatible con la tristeza de estos días. La misma que, cansada, entraba cada noche a las cuatro de la mañana para verla dormir y recuperar la paz por un breve momento.

Susana no solo limpiaba su habitación: también le preguntaba a quién echaba de menos, le decía lo mucho que le gustaban sus ojos y le prometía cuidado cada vez que volviera a su habitación. Sol y Marta, sus enfermeras, la arroparon cada noche. Sol lloró cuando le dijo que tenía muchos pacientes pero que se acordaría de ella siempre. Marta alargaba el turno y se quedaba con ella de madrugada para cuidarle el sueño.

Nati es la madre de Andrea. Trabaja limpiando en una residencia de ancianos en Segovia y, aunque las condiciones no son las deseables y se pasa el día tosiendo por culpa de la lejía, no deja de ir cada mañana. Me lo cuenta con unos ojos tristes que tienen ganas de seguir riendo. Hace tiempo que no duerme con Andrés, su marido, que ha dejado de ir a trabajar porque es de riesgo, y no consiguen acostumbrarse. Son muchos años.

Isa es mi prima, es médico y sigue sonriendo cuando hacemos videollamada. Las horas pasan factura pero ella no lo cuenta: solo ayuda, diagnostica a la familia, nos dice que la única manera de ayudarla es quedándonos en casa. Y lo hacemos. Porque a Isa no se le puede, por suerte, llevar la contraria. Y tengo ganas de cederle mi trozo de tordilla de la abuela porque se lo merece.

Tito es mi amigo y se ha empeñado en curar a todos los ancianos de Granada. Es médico, pero antes que eso es un buen hombre. A pesar de la situación, tiene tiempo de escribirme, preguntarme por mis padres, ofrecerse a lo que sea. Pero eso no es nuevo: él siempre ha sido así.

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Marta es mi amiga. También es médico y acaba de perder a su abuelo por el virus. Quiere correr, huir, pausar el tiempo, despertar, volver a casa. Sabe que los daños serán incontables, tanto en el país como en la vida de todos los sanitarios. Pero se queda en el hospital porque es valiente y generosa. Marta es un rayo de energía y sé que no la perderá. Pero también quisiera abrazarla y duele todo un poco.

No son superhéroes: son personas buenas, que es mucho mejor. Esas que consiguen, por fin, que el mundo recupere su equilibrio.

Madrid me mata.

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