La experiencia personal del alcalde de Madrid durante la pandemia: “Un clima de unión como pocas veces se ha visto”
El texto de José Luis Martínez Almeida cierra la serie de relatos en primera persona de los vecinos durante la crisis del coronavirus
Hubo días que la ciudad se difuminaba ante mis ojos, lo veía mañana a mañana.
La zona de trabajo de la alcaldía de Madrid es un esquinazo que da sobre la confluencia entre la calle Alcalá y la plaza de Cibeles, Gran Vía al fondo. Es casi un ritual para mí asomarme por las mañanas a ver cómo palpita la ciudad. Hubo días que me asomaba y la ciudad se iba desplomando, desaparecían los madrileños, se convertían en sombras huidizas, solitarias en el mismo centro de la ciudad.
¿Quién está preparado para algo así? Cuando, hace ya casi un año, fui elegido alcalde, jamás imaginé que me esperaba una pandemia que azotaría cruelmente mi ciudad.
El 11 de marzo es una fecha especialmente grave en la vida de Madrid. Recuerdo este 11-M como una mañana deslavazada, gris, en la Puerta del Sol, en el homenaje a las víctimas. Un homenaje ya con restricción de asistencia, aún más triste y repleto de miradas de incertidumbre. Cuando llegué a la plaza volví a leer el texto de la placa de homenaje al 11-M. Me fijo en dos frases: “Supieron cumplir con su deber en el auxilio a las víctimas (…). Que el recuerdo de las víctimas y el ejemplar comportamiento del pueblo de Madrid permanezcan siempre”. A tres días de que se declarara el estado de alarma y el confinamiento de la población, nada podía ser más premonitorio. Nadie iba a dar mejor ejemplo en su comportamiento que la ciudad de Madrid, sus madrileños, en la más dura prueba que ha pasado desde la Guerra Civil.
Entramos en la morgue improvisada y lo que vimos nos resquebrajó por dentro
Han sido días de enorme contraste, en que la sucesión de malas noticias iba martilleando día a día el ánimo. En el exterior llovía, salía el sol, florecía el Retiro, la ciudad mostraba la belleza de sus edificios, pero el virus invisible tenía confinados, amenazados de muerte a los madrileños. No podía concebir una ciudad más triste, en la que ni siquiera era posible velar a nuestros muertos.
Los muertos. A las cifras hay que ponerles cara, nombre y apellidos, sacarlas de la irrealidad de una tabla Excel y humanizarlas. Una mañana, era lunes, decidimos que debíamos acudir al Palacio de Hielo. Me acompañaba Inma Sanz, delegada de Seguridad y Emergencias, con quien he compartido tantas dificultades en estos dos meses largos. En la puerta estaba un capitán de la UME de acento andaluz. La última vez que había estado en el Palacio de Hielo también iba con Inma, estábamos en la recta final para las elecciones de mayo y nos tomamos alegremente un bocata campaña en el centro comercial. No se me ocurre un contraste más amargo.
Entramos en la morgue improvisada y lo que vimos nos resquebrajó por dentro. Alineados en perfecto orden, en filas numeradas, sobre el blanco hielo, 480 ataúdes de madera. Se habían aprovechado unas lonas con publicidad del Día del Padre para tapar, separar y preservar la intimidad de aquel recinto con 480 almas. Silenciosamente entró un hombre de unos 40 años que apenas saludó con un movimiento de cabeza. Se situó sin mediar palabra al centro de la pista, sacó un breviario y se puso a rezar. Era uno de los capellanes que iban cada día a velar a esas personas que sus familias no podían atender. Hacía mucho frío en la pista helada y me puse un anorak. Fuera, seguía igual de helado, destemplado.
Pero siempre estuve convencido de que Madrid, los madrileños, saldrían adelante, con esfuerzos ejemplares que han hecho gente como los responsables de suministros esenciales como la alimentación o los farmacéuticos. La primera señal de que la ciudad seguía en pie eran los componentes de los equipos de emergencia. Con entereza y valor, iban a sostener el espinazo de la ciudad, nuestra obsesión era que estuvieran adecuadamente equipados. Los servicios sociales empezaron a multiplicarse, a salir a atender a las situaciones más precarias, vulnerables. Ancianos que vivían solos, familias que se quedaban sin ingresos y recursos de repente, víctimas de una vida congelada para matar un virus asesino. Pronto una oleada de solidaridad recorrió la ciudad. Y un clima de unión como pocas veces se ha visto, con la oposición trabajando codo con codo, con legítima preocupación y sentido de la responsabilidad. He sentido en todo momento el apoyo del equipo de Gobierno, empezando por Begoña Villacís y por delegados cuyas competencias eran claves en la crisis como Inma, Borja Carabante o Pepe Aniorte. Y la lucha de los concejales presidentes de distrito, que han sido –y son– la primera línea de contención de la emergencia social.
Es pronto para las fotos, los recuerdos. Es pronto para el balance e incluso par dar por vencida la batalla. Volvemos tímidamente, precavidos, pero alegres a la vida. Esto no ha acabado, si bien aprieta menos. No sé lo que dirá la historia de lo que hemos hecho, de lo que significará como sociedad. Solo puedo decir que el día de San Isidro, cuando entregué la medalla de Honor al Pueblo de Madrid, sentí el legítimo orgullo de ser el alcalde de una ciudad que ha sabido apretar los dientes en la más dura prueba. De un Madrid que está de vuelta. Que nadie lo dude. Volveremos, Madrid.
Jose Luís Martínez Almeida es el alcalde de Madrid.
La experiencia personal: anecdotario de los madrileños durante la crisis sanitaria
Un relato coral de los vecinos de Madrid a través de textos en primera persona de vecinos de todas las edades.
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