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El ‘Gran Hermano’ de José Antonio: el voluntario que está encerrado en una casa de Madrid con 13 refugiados

"Discutimos, jugamos, limpiamos, aunque yo soy el súper y trato de mantener un poco el orden”, dice este catalán de 51 años

Manuel Viejo
Cuatro de los refugiados, jugando al parchís en el salón.
Cuatro de los refugiados, jugando al parchís en el salón.

Una tarde del pasado octubre José Antonio Pardo —“tampoco es importante mi nombre, esto es una acción de mucha gente”— escuchó un anunció en una emisora de Madrid: “Se buscan voluntarios para pasar la noche con un grupo de refugiados”. Ya que colaboraba con cinco ONG, pues otra más. Una vez por semana duerme con una docena de migrantes de distintos países. Venezuela, Marruecos, Colombia, Perú, Ecuador. “Es por si les pasa algo o tenemos que ir al médico de madrugada porque como no tienen papeles”. José Antonio acudía cada siete días a este piso situado a cinco kilómetros de la Puerta del Sol. Se turnaba junto a otros compañeros. Un día iba uno. Otro día iba otro. El lunes 23 de marzo, no. Esa noche, este catalán de 51 años se encerró con los 13 solicitantes de asilo para pasar la cuarentena. “Está siendo como un Gran Hermano. Discutimos, jugamos, limpiamos, aunque yo soy el súper y trato de mantener un poco el orden”.

El grupo de refugiados, en el salón.
El grupo de refugiados, en el salón.

El local, ubicado en la calle de Cuart de Poblet, consta de dos plantas. La primera tiene una cocina, un salón comedor, cinco habitaciones, dos baños. La segunda, tres dormitorios. Aquí están desde el inicio del estado de alarma cinco venezolanos, cuatro colombianos, un peruano, tres marroquíes y José Antonio. Cinco mujeres y nueve hombres. Cinco tienen entre 18 y 22 años y nueve entre 35 y 50. Dos de ellas son madres. También realizan oraciones para distintos dioses. Cada uno tiene una historia. Dura, difícil. El coronavirus les ha hecho confinarse. Ahora forman la familia que echan de menos.

“Ellos se encerraron desde el principio y los voluntarios veníamos a traerles la compra”, cuenta José Antonio. Todo cambió la noche del domingo 22, cuando uno de los solicitantes de asilo perdió el olfato y el gusto, el señuelo abstracto del dichoso bicho. La cena no le supo a nada. Llamaron a José Antonio:

— ¿Hay alguno más?— preguntó él.

— Sí, otro también presenta síntomas.

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— Pues los dos a la planta de arriba.

Al día siguiente llegó José Antonio. Limpiaron todo con agua y lejía. Ahora los dos con síntomas están en la planta superior y los otros 12 en la planta de abajo con José Antonio. El piso pertenece a Cáritas y lo gestiona la Mesa de la Hospitalidad del Arzobispado, una iniciativa que se puso en marcha tras la crisis de los refugiados de 2015 con la impactante imagen del pequeño Aylan de tres años muerto en la playa.

— En mi país hemos vivido circunstancias parecidas a las del coronavirus.

Félix, de 35 años, es uno de los migrantes venezolanos que está en el piso. Lleva un par de meses en Madrid. “Intento llevarlo de la mejor manera posible. Hemos tenido roces entre nosotros porque antes del Estado de alarma solo coincidíamos en el piso para dormir, pero ya pasamos muy buenos ratos”. El tiempo lo mata con el móvil, con la lista de tareas de limpieza que les ha impuesto José Antonio y con un par de televisiones que han sido donadas por algunos familiares de los voluntarios.

“El domingo pasado seguimos la misa del papa desde el Vaticano”, cuenta. Después de comer, sesión de cine con Marcelino, pan y vino y por la noche Robert de Niro y Jeremy Irons en La misión. El día del espectador. O un gran domingo católico donde los haya. Aunque, solo faltaba, también tienen tiempo para el ocio. José Antonio, precavido, se trajo de casa la baraja de cartas, el Scrabble y el parchís. O el nudo, como se dice en Venezuela. El problema vino con las reglas. En cada país es distinto. Si en España las fichas salen de casa con un cinco, en Venezuela, quizá porque son más salseros, salen todas de golpe. “Si juego yo, se juega como en España”, dice José Antonio. El súper.

“También tengo un cuarto que lo utilizo de confesionario”, ironiza. Algunas discusiones entre los migrantes implican que muchos de ellos se quieran desahogar. “En mi caso digamos que la convivencia no se hace tan difícil”, cuenta María, otra venezolana de 43 años, que lleva nueve meses en España. “Somos un grupo de personas de diferentes países y a veces nos cuesta mucho estar todos juntos en un espacio pequeño, pero ahora es cuando tenemos que estar más unidos”. Ella se pierde con la lectura. “Aunque ahora mismo no me acuerdo del nombre del libro que estoy leyendo”.

El martes, por ejemplo, José Antonio les enseñó a elaborar un buen curriculum. “Ninguno de ellos sabía qué era Ikea, Media Markt o Decathlon. En España vivimos en una burbuja”. Después, llamó a un amigo empresario para que vieran por videollamada cómo se hace una entrevista de trabajo. “Si puedo ayudarles para que salgan bien preparados y puedan encontrar curro cuando todo esto termine, mejor”.

— ¿Y qué tal están los dos aislados?

— Bien, como no pueden bajar con nosotros, les hemos comprado datos para el móvil.

Dos de los refugiados, en las tareas de limpieza.
Dos de los refugiados, en las tareas de limpieza.

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Sobre la firma

Manuel Viejo
Es de la hermosa ciudad de Plasencia (Cáceres). Cubre la información política de Madrid para la sección de Local del periódico. En EL PAÍS firma reportajes y crónicas desde 2014.

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